“Buenos Aires es la capital de un imperio que nunca existió”. La frase pertenece a André Malraux, tiene casi un siglo de antigüedad, y retrata impiadosamente los desequilibrios históricos entre Buenos Aires, una ciudad de la altura de cualquier capital de la periferia europea, y el interior de Argentina -especialmente, sus extremos, norte y sur-
Pocos lo saben, pero mi libro más exitoso (“Es el peronismo, estúpido”) nació como respuesta a un excelente libro de Huili Raffo y Gustavo Noriega: “Progresismo, el octavo pasajero”, que sostenía que el progresismo era responsable de los principales males argentinos. Yo tenía y tengo otra opinión, y lo dije desde el título: no es
Constituir su propia oposición y ser su principal enemigo. Ser responsable de distracciones incomprensibles. Carecer de una estrategia política. Autoritarismo. Desconexión con la realidad. Dificultad para distinguir lo principal de lo accesorio. Convivencia de dos planes opuestos de gestión. Inexistencia de prioridades. Transformación de un proyecto de ley en una “carta a los Reyes Magos”
¡Cuántos constitucionalistas tenía este país! ¡No se puede creer! Están saliendo de abajo de las piedras; mejor dicho, de las madrigueras para osos en las que hibernaron durante cuatro años. Cuatro años, por supuesto, es un decir. Porque los muchachos peronistas nos clavaron 847 decretos de necesidad y urgencia desde 1989, en los 28 años
Ochenta años de populismo interrumpido nos han convencido a los argentinos de que la suerte del país depende solo de factores internos. Si esta creencia ya era insostenible durante la segunda mitad del siglo XX, se ha tornado completamente irracional en los albores del siglo XXI, cuando -a pesar de la retórica de la desglobalización-