Julio Bárbaro en el living de su casa me recibió para charlar largo y tendido de peronismo. En dicha charla él explicó, o yo entendí que el Perón del 73, el que vuelve, sintetiza la expresión popular en el ser nacional. Ya no era más, para un peronista nada mejor que un peronista, ahora era, para un argentino no hay nada mejor que otro argentino. El abrazo con Balbín simplificaba esto. Ahora bien. El Yrigoyenismo, y si vamos más atrás el Rosismo, pueden ser el gen de la necesidad mesiánica argentina y también de su amor por los líderes populistas.
Está lleno de bibliografía, documentales y ensayos sobre qué es el populismo. Si bien no es motivo de este artículo, lo definiremos para que lo entienda mi abuela Blanca que uruguaya y está en un geriátrico de la zona norte de Buenos Aires (con tono de Alejandro Fantino): Es una forma de gobierno que se basa en soluciones cortoplacistas a problemas estructurales para ganar la simpatía de las masas populares a las cuales, además, llaman pueblo. Además, necesitan de un enemigo que represente el antipueblo.
Alguien a quien se puede culpar si las cosas salen mal y que sean motivo de unión. Y por último, el punto que nos interesa, ellos que son el pueblo, basan su poder en la unidad nacional. Y esto es muy tentador para comunicadores, políticos y los antigrieta de turno.
Hablar de la grieta hoy en día ya es moneda corriente y se le acusa infamemente a la pobre de ser la causante de nuestros males. La grieta no es más que la simple separación entre los que piensan de una manera u de otra, algo normal en cualquier democracia. Pero como en nuestro ADN de Rosas para acá, tenemos impregnado ese falso nacionalismo llamado populismo, repetimos inconscientemente “para un argentino no hay nada mejor que otro argentino” y nos deprime que una cena familiar termine a las piñas porque uno es macrista y el otro kirchnerista.
CONVIVENCIA
¿Por qué nos enojamos entonces? Porque queremos ser iguales, pero la tiranía de la igualdad, en materia de pensamiento, es lo peor que le puede pasar a la democracia. Tratamos de imponer porque eso nos enseñaron, en lugar de convivir, discutir, debatir, tratar de persuadir en última instancia. Y por eso las discusiones van tomando un talante cada vez más álgido, se crispan los ánimos y entramos en una espiral de violencia cada vez más tremenda. En los 70, justamente en la época del “mejor perón” la grieta se dirimía a bombazos y tiros. Hoy a censura, carpetazos, ataques de trolls, puteadas, piñas e intentos de magnicidios.
Y la culpa la tiene nuestra querida unidad nacional. Esa mentira chauvinista berreta y nacionalista que solamente tiene un final: el autoritarismo. Y esto es inmune a ideologías. Puede ser de derecha, puede ser de izquierda y puede ser, como lo encarnan hoy, Massa y Larreta, parte de la ancha avenida del medio.
La unidad nacional es un imposible hasta para el futbol. Pero si vamos a términos prácticos, solamente lo logró la Escaloneta. Pero es una ficción, porque por más contento que nos ponga el fútbol, termina el partido y hay que volver a la vida real. En cambio, en la vida real, si todos pensamos igual, seguro que no habrá peleas, pero también seremos corderos que van atrás de un líder. Unidad de pensamiento hay en una secta, y allí se impone por persuasión. Unidad de pensamiento en un país, bueno, ahí además de persuadir, necesitás algo más. Millones de muertos y campos de concentración son la muestra más cruda de esto. La unidad nacional es una mentira para buscar votos. La democracia es la convivencia en un edificio con liberales, peronistas, macristas y trotskistas sin terminar a las piñas.
