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ARISTARAIN Y SU LUGAR EN EL MUNDO

enero 20, 202414 min read

Pocos lo saben, pero mi libro más exitoso (“Es el peronismo, estúpido”) nació como respuesta a un excelente libro de Huili Raffo y Gustavo Noriega: “Progresismo, el octavo pasajero”, que sostenía que el progresismo era responsable de los principales males argentinos. Yo tenía y tengo otra opinión, y lo dije desde el título: no es el progresismo, que por más responsabilidades que tenga es impotente para encabezar nada; sino el peronismo, responsable de habernos sumido en la decadencia con progresismo, sin progresismo, aparentando ser liberales, socialdemócratas o chavistas según las ocasiones, sin importarle otra cosa que el enriquecimiento ilícito de sus dirigentes.


Lo menciono porque intento contestar aquí un artículo de Gustavo publicado en su Maxikiosco (Aristarain quemó la lana), en el cual termina teniendo una visión benigna. El diagnóstico de Noriega sobre Aristarain se basa en su supuesta honestidad intelectual, que Noriega encuentra expresada en una película: Un lugar en el mundo. Ahora bien, “Un lugar en el mundo” fue -para mí también- una película importante. La vi en España, al final de un proceso de emigración que me había llevado al éxito profesional pero había hecho estallar mi corazón de nostalgia. La vi con lágrimas en los ojos y así la recuerdo. Un lugar en el mundo. ¿Cuál era el mío? El enorme impacto emocional de la película fue parte importante en mi decisión de volver a la Argentina. Y del talento artístico de Aristarain no tengo dudas. Pero, ¿honestidad intelectual? Ninguna.


UN LUGAR EN EL MUNDO

Como bien sostiene Noriega, el argumento de “Un lugar en el mundo” expresa perfectamente el universo Aristarain. Una pareja de exiliados políticos de clase media vuelve de España, se instala en San Luis y funda una cooperativa de producción de lana junto con otros productores de la zona. El exiliado (encarnado por Federico Luppi) los lidera. Es imposible no ver en esto el rol que el setentismo y los intentos revolucionarios en general, de Lenin a Castro, atribuyeron a la clase media como liderazgo esclarecido del pueblo. En la película, a la voluntad liberadora de Luppi se le opone un obstáculo: la maldad de un poderoso capitalista, que pretende comprarles la producción de ese año a un precio que Luppi considera muy bajo. La película carece de toda explicación de por qué el personaje de Rodolfo Ranni, el malvado capitalista, es el único oferente, ni ofrece ningún tipo de información sobre el precio de mercado de la lana. Sabemos solo que Luppi lo considera bajo.


El desenlace es dramático: los miembros de la cooperativa deciden vender la lana a Ranni; pero Luppi, no acata la decisión mayoritaria y le prende fuego. Repito: defecándose en la decisión mayoritaria de la cooperativa, el revolucionario Luppi le prende fuego al único activo con el que cuentan esas familias para sobrevivir ese año. No se le ocurre que, si él tiene razón, si existe una extorsión capitalista de obligarlos a vender abusando de su miseria, el acto de quemar la lana los condena directamente a la indigencia.


PARECE UN POCO ANTIDEMOCRÁTICO

Lo sé; las acciones de un personaje no comprometen necesariamente la opinión del director de la película. Pero en este caso no es así. El mismo Noriega cuenta en su artículo que en una entrevista posterior que él mismo le hizo, Aristarain justificaba la acción de Luppi. “Parece un poco antidemocrática”, comenta el entrevistador Noriega. Pero a Aristarain y a los suyos nada que tenga que ver con la democracia les importa: la decisión del personaje Luppi no solo le parece correcta, sino la única moralmente aceptable.

Y bien, seré brutal y breve: personajes como el que encarna Luppi y el propio Aristarain no solamente me parecen antidemocráticos sino unos grandes hijos de puta a los que los seres concretos a los que pretenden liderar les importan nada y menos que nada. Así mandaron una generación al muere los comandantes montoneros. Así entregaron a miles en la famosa contraofensiva. Así rompió el setentismo la última Argentina razonable, la de la década del Sesenta; que tenía índices de pobreza y desocupación menores al 5%, trenes que funcionaban, una clase media mayoritaria y pujante, educación y salud públicas de calidad, y universidades que parían premios Nobel.


A aquella Argentina le fue para la mierda, pero a los que la rompieron en nombre de la revolución no les fue mal, gorditos. A Aristarain, en España, por ejemplo. Porque Cuba es para los giles y para ellos es el primer mundo. Si alguna honestidad intelectual cabe reconocerle a Aristarain es completamente involuntaria, ya que en una no buscada revelación de la realidad se cifra todo el mérito de “Un lugar en el mundo”. A Aristarain, el destino de aquellos campesinos cooperativistas condenados al hambre le importa aún menos que a Luppi. Ni se toma el tiempo de contarlo. Nada sabemos sobre cómo estas familias sobrellevaron la situación después de que un capricho de Luppi hubiera quemado toda la producción de ese año. A Aristarain solo le importa contar el final de aquella progresía revolucionaria: Luppi muere y su mujer, Cecilia Roth, se vuelve a Buenos Aires con su hijo. También para ellos, como para Aristarain, hay un refugio a la altura de sus necesidades de clase. De las consecuencias desastrosas de sus acciones, que se hagan cargo “los más vulnerables”.


Así rompió el setentismo la última Argentina razonable, la de la década del Sesenta

Ni qué decirlo, en “Un lugar en el mundo” hay un diagnóstico preciso de las razones por las cuales tanta gente vive en la miseria: los precios bajos por el trabajo ajeno que paga el malvado capitalismo. La solución, por lo tanto, es redistribuir la riqueza o, aún mejor, apropiarse de los medios de producción: como en Cuba, donde reinan la libertad y la riqueza. La posibilidad de que el atraso en los modos de producción artesanal solo pueda sustentar una economía de miseria está excluida. Que para salir de eso se necesite romper ese modelo productivo, invertir dinero y cambiar los modos de vida de sus protagonistas sería considerado una aberración neoliberal inaceptable. Y, sin embargo, ese sería sin duda el punto de vista del adorado Marx, un hombre no inocente, pero en cuyo nombre se han cometido innumerables tropelías y aberraciones. Es también el punto de vista de Aristarain, el de la vida real, no el director, que se fue a la España que eligió la democracia y el capitalismo y desechó los delirios mesiánicos que han hecho inviable la Argentina. Porque no les bastó romper la de los Sesenta: tuvieron que repetir la hazaña con la que habían dejado, con todos sus defectos, Alfonsín y Menem.


Cierro. En el momento final de su nota, Gustavo se pregunta por qué Aristarain no consiguió desde hace veinte años financiamiento para sus películas y lleva tantos años sin filmar, y le encuentra una explicación que solo puede entenderse por su admiración por el personaje, cuyo destino le parece similar al de Fellini y Bergman. Yo tengo otra explicación. En 1995, Aristarain filmó un western español: La ley de la frontera, que narra las aventuras de una banda de ladrones gallegos perseguidos por la Guardia Civil y capitaneada -cómo no- por un argentino. Del argumento solo diré esto: el único de los personajes de la película que parece haber terminado la primaria es el argentino. Todos los demás, los españoles, que financiaron el film, lo protagonizaron y lo filmaron en España, parecen unos imbéciles completos. Un chiste de gallegos hecho western. Cuesta no ver en este desprecio, facilitado aquí por el chauvinismo argento, la misma superioridad que siente el personaje de Luppi respecto a sus compañeros de la cooperativa. Es el desprecio de los Aristarain por el resto del mundo. Es el desprecio de alguien que hace una película insultando a quienes se lo permiten y después sigue rumiando sus nostalgias argentinas en una España que no entiende ya de lo que está hablando. ¿Por qué un productor español habría de financiar el psicoanálisis filmográfico argento?


Es el desprecio de los Aristarain por el resto del mundo

Finalmente: el desprecio de los Aristarain por el pueblo que pretenden liderar es el mismo que acaba de manifestarse en su llamado al golpe: “Hay que salir a la calle y hacer un paro general hasta que se caiga el gobierno de Milei”. Nada le importa que lo haya votado el 56% de los electores ni que lo hayan hecho como reacción a veinte años de hegemonía política del gobierno que bancaron estos delirantes e hipócritas sin pararse a mirar las consecuencias.


Lo que nos lleva a considerar el lugar de Aristarain en el mundo, que es el lugar de los “Animémonos y vayan”. El lugar de los que estaban dispuestos a sacrificar un millón de vidas para cumplir sus sueños totalitarios, especialmente, porque en ese millón de vidas sacrificadas no estaba la propia. Es el lugar de los adolescentes enfurruñados e insistentes de ochenta años, incapaces de aprender de sus errores. El de los que causaron desastres pero siguen pretendiendo dar lecciones. Es el lugar de los que no le prendieron fuego a la lana, como dice Noriega, sino a un país; un país que tenía enormes defectos pero en los Sesenta era todavía un país razonable, en el que los pobres eran pocos y casi no había marginales. No como ahora, en el que son mayoría y viven en condiciones miserables. En buena parte, gracias a los muchachos setentistas que regaron de sangre el país para cumplir sus delirios; después de lo cual no se fueron a buscar su lugar en el mundo en Cuba, sino en España.

Fernando Iglesias
Fernando Iglesias

Diputado Nacional desde 2017, periodista y escritor.

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Fernando Iglesias

Diputado Nacional desde 2017, periodista y escritor.

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