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El síndrome de Estocolmo nacional y popular

marzo 4, 202311 min read

El síndrome de Estocolmo es una respuesta emocional en la que un rehén muestra afecto hacia su secuestrador. El cautivo puede llegar a ver a las fuerzas del orden y a los rescatistas como enemigos porque ponen en peligro al captor. El nombre deriva del caso de un robo a un banco en Estocolmo en el que una rehén se encariñó tanto con uno de los delincuentes que rompió su compromiso con otro hombre y se mantuvo fiel a su secuestrador durante toda su prisión”. La definición pertenece al Diccionario de Psiquiatría de la American Psychological Association, aunque parece escrita para nuestro país. Dígase en defensa de la señora sueca que, al menos, la fascinación con el causante de su sometimiento no le duró ocho décadas, como sucede aquí.

Repasemos los hechos, que son sagrados. Este miércoles, en uno de los actos fundamentales de toda democracia con el cual se inauguran las sesiones del Poder Legislativo, la Asamblea que reúne a los representantes de los ciudadanos de la República fue presidida por dos delincuentes. Uno de ellos, presidente de la Nación, aceptó su culpabilidad proponiendo donar 1,6 millones de pesos a un hospital a cambio de no tener que enfrentar las penas previstas por el artículo 205 del Código Penal por “violación de las medidas adoptadas por las autoridades competentes para impedir la propagación de una epidemia”, dictadas por él mismo. La segunda, vicepresidente de la nación, ha sido condenada por la justicia argentina a seis años de prisión por el delito de administración fraudulenta. Desafío a quien sea a encontrar un solo país en el planeta donde esta aberración que agravia y desprestigia la investidura presidencial sea posible sin que estalle un escándalo nacional.

No es todo. La sesión inició con las iluminantes palabras en defensa de la democracia del senador Mayans, el mismo de “En pandemia no hay derechos”, y continuó con la habitual descripción de un país que solo existe en la cabeza de su presidente, y que la gente no logra ver debido a que el periodismo y la oposición propician el caos por el simple hecho de criticar al gobierno. Todo lo soportamos con calma. Por más de una hora. En silencio, respirando profundo, diciéndonos en voz baja que ya se van. Y entonces, quien según su propio espacio político es un borracho, un ocupa, un inútil y un traidor tuvo su ocurrencia mayor y dijo: “Le puse el pecho a la pandemia”. Repito: quien obtuvo los penosos récords de una de las mayores mortalidades y una de las mayores caídas de la economía del planeta, quien rechazó doce millones de vacunas Pfizer para hacer negocios con la AstraZeneca y la Sputin, quien fue responsable de que su ministro organizara un vacunatorio VIP al servicio de la oligarquía peronista, el que estuvo a cargo de las fuerzas de seguridad cuando se cometieron los peores violaciones a los derechos humanos de la historia de nuestra democracia, quien se dedicó a festejar el cumpleaños de Fabiola mientras los argentinos cerraban sus negocios, perdían sus empleos y no podían despedir a sus moribundos y muertos declaró suelto de cuerpo, ante los representantes del pueblo de la nación, que le había “puesto el pecho a la pandemia”. Fue ese el momento en el que giré mi silla y le di la espalda. Grave error. Tremenda ofensa. La investidura presidencial, en peligro mortal. Desconcierto y desesperación en todos los que en 2019 nos vendieron el Alberto moderado mientras las redes sociales reproducían un video en el que empujaba a un borracho y le pateaba los genitales en el suelo. Síndrome de Estocolmo. Sepan disculpar, señoras suecas; no encuentro una mejor expresión.

La investidura presidencial, en peligro mortal

Después, todo terminó como era esperable: con un escrache mediático a los dos jueces de la Corte Suprema, que estoicamente resistieron el asedio del aparato mediático estatal y de un presidente que se jacta de ser profesor de Derecho pero sostiene que los juicios sobre constitucionalidad que son la obligación principal de la Corte constituyen una interferencia a sus potestades. Un presidente que no preside pero dice que la señora a su lado no es una condenada sino una perseguida, y que el juicio contra ella fue una simulación mientras que quienes han sido sobreseídos de las acusaciones delirantes del peronismo son delincuentes sin derechos. Después, todo terminó como termina con el peronismo: intentando difuminar las grietas verdaderas que separan a este país, y que dividen a los corruptos de los honestos, a los que viven de su trabajo de los que viven del trabajo ajeno, y a los delincuentes de quienes los denunciaron. Desde luego, mediante el habitual método peronista de instalar falsas grietas: entre la gloriosa dirigencia peronista y los gorilas opositores, entre los trabajadores y la clase media, entre los porteños y el Interior. Así, la culpa de la abrumadora pobreza de las provincias en las cuales el peronismo ha constituido sus feudos es de la opulenta ciudad de Buenos Aires, que tan opulenta no era cuando la gobernaba el amigo Ibarra y era conocida como la ciudad de Cromañón. Fue entonces que me levanté y les grité ¡sinvergüenzas!, ¡delincuentes!, ¡corruptos!, ¡condenada! y alguna cosa más, que no recuerdo. Y volvería a hacerlo. Volvería a hacerlo porque no lo considero una falta de respeto hacia el señor Fernández y la señora de Kirchner sino, por el contrario, una expresión de respeto a quienes me votaron para que forme parte de una cámara de representantes y no de un circo municipal.

Síndrome de Estocolmo nacional y popular. Si se desvaneciese la densa trama de miedos, intereses y complicidades que afecta a la mayor parte de los formadores de opinión de la Argentina, desde la clase política al periodismo, los artistas y la academia, si le perdiéramos el miedo a ser llamados gorilas, el tema de los insultos se vería al revés. No somos los insultadores, sino los insultados. No somos los ofensores, sino los ofendidos. No somos sinvergüenzas, ni delincuentes, ni corruptos, ni estamos condenados por la Justicia; ni tampoco nos convertimos en iguales a ellos por decírselos en la cara. No se trata de disentir con un gobierno con el cual pensamos distinto sino de enfrentar a una mafia que hace veinte años está destruyendo el país. Y no nos vengan ahora con que es imposible dialogar con Alberto y Sergio porque forman parte del Gobierno kirchnerista los que en 2019 los vendían como el peronismo moderado con los que había que formar un frente electoral. No hay nada que dialogar tampoco con los nuevos moderados, los de 2023, que ya sabemos dónde van a estar cuando las papas quemen: en el compacto espacio corporativo-mafioso que hoy impulsa el juicio político a la Corte y del que forman parte todos los diputados oficialistas sin excepción: los peronistas, los kirchneristas y los del Frente Reciclador.

No me importa quedarme solo por decir esto ni que se esfuercen en describirme como un descontrolado. Tampoco me importa que las represalias incluyan proscripciones mediáticas y denuncias penales demenciales como las de la señora Florencia Peña y el servicial diputado Tailhade. La pasamos peor los diez diputados que en 2008 denunciamos al kirchnerismo como la asociación ilícita que es, entre insultos y persecuciones de los ajenos y acusaciones de ser apocalípticos de los propios. Lamento, sí, los años de destrucción a que fue sometido el país y el tiempo perdido hasta que Cristina fue condenada. En todo caso, me importa tratar de ayudar a que la sociedad argentina reconozca que le ha entregado el futuro de sus hijos a una banda de psicópatas, y actúe en consecuencia. Para eso, el primer paso es el de llamar a las cosas por su nombre. Corruptos. Delincuentes. Condenada. En vez de enamorarnos de nuestros secuestradores y de creer que, si lo tratamos con dulzura, el psicópata nos protegerá.

Fernando Iglesias
Fernando Iglesias

Diputado Nacional desde 2017, periodista y escritor.

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Fernando Iglesias

Diputado Nacional desde 2017, periodista y escritor.

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