La impostura de las reinas: por qué comparar a Karen Reichardt con Isabel la Católica o Catalina la Grande es un insulto a la historia

Un tuit de Nicolás Márquez encendió las redes al afirmar que “Karen Reichardt es la representación contemporánea de Isabel la Católica o Catalina la Grande”.

Política09 de octubre de 2025Alejandro CabreraAlejandro Cabrera
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La frase, que pretendía ensalzar a la candidata libertaria como una “lidereza providencial”, revela el grado de descomposición intelectual que domina hoy ciertos sectores del oficialismo. Equiparar a una figura sin gestión, sin legado y sin peso histórico con dos monarcas que gobernaron imperios es un acto de analfabetismo histórico y de oportunismo político en su máxima expresión.

Cuando la propaganda suplanta la historia

El problema no es la comparación en sí, sino lo que expone: la voluntad de fabricar mitología barata para cubrir el vacío de ideas. Isabel la Católica y Catalina la Grande fueron mujeres de poder real, con decisiones que modificaron el curso del mundo. Karen Reichardt, por el contrario, es una figura televisiva reciclada en candidata, sin experiencia de gobierno, sin obra, sin doctrina. Convertirla en “reina libertaria” es una fantasía adolescente disfrazada de épica política.

La frase de Márquez, adornada con el tono mesiánico que lo caracteriza, pretende fundar una especie de religión política basada en personajes mediáticos. Pero lo que ofrece no es una “cruzada de valores”, sino una caricatura de la historia: un pastiche de propaganda y devoción irracional, donde los símbolos del poder femenino se usan como escenografía de un culto personalista.

Isabel la Católica: la reina que construyó un Estado

Isabel I de Castilla no fue una influencer. Fue una monarca que gobernó sobre sangre, hierro y fe. Centralizó el poder, reformó la justicia, impuso un sistema fiscal eficiente y selló la unidad de España con Fernando de Aragón. También llevó adelante decisiones atroces, como la instauración de la Inquisición y la expulsión de los judíos. Su figura condensa virtudes y horrores de una época, pero nadie puede negar su densidad histórica.

Isabel representó el poder real, no el relato. Gobernó con autoridad absoluta, respaldada por ejércitos, leyes y siglos de legitimidad. La historia la juzga como reina, no como actriz de ocasión. Poner a su altura a una candidata recién llegada al circuito político argentino es degradar la historia al nivel del eslogan de campaña.

Catalina la Grande: la autócrata que reformó un imperio

Catalina II de Rusia gobernó 34 años y expandió el territorio hasta convertirlo en una potencia europea. Reformó la educación, reorganizó la administración pública y apoyó las artes y la ciencia. Fue una déspota ilustrada, una mujer que entendió que el poder no se declama: se ejerce. Y que los imperios no se construyen con marketing ni con retuits, sino con decisiones, intrigas y disciplina de Estado.

Pretender que Karen Reichardt, cuyo currículum político se limita a figurar en una lista, encarna ese linaje, es un insulto a la inteligencia colectiva. Catalina sometió ejércitos, nobles y fronteras; Reichardt todavía no sometió ni un debate parlamentario.

Karen Reichardt: entre la farándula y la impostura

Reichardt —ex vedette, ex conductora de televisión y figura menor del espectáculo— reaparece ahora como candidata de La Libertad Avanza en la provincia de Buenos Aires. Su irrupción responde más a una estrategia de casting que a un proyecto político. Es la teatralización del poder: la confusión entre exposición mediática y liderazgo.

Lo grave no es su candidatura; lo grave es que se intente dotarla de una épica que no tiene. Presentarla como “reina libertaria” o “mujer providencial” es una estafa intelectual dirigida a un público que confunde la cámara con la historia. Nadie discute su derecho a participar en política, pero sí su pretensión —o la de quienes la rodean— de revestir esa incursión de una mística de grandeza que no le pertenece.

El delirio teocrático de los nuevos cruzados

El lenguaje de Márquez —“cruzada”, “providencia”, “heroína espiritual”— pertenece más a un púlpito medieval que a un discurso republicano. La idea de una “cruzada libertaria” encabezada por una “reina iluminada” es el síntoma de un movimiento que se desliza peligrosamente hacia la idolatría.

En lugar de discutir programas, cifras o políticas, el discurso se refugia en figuras sacralizadas, en la invocación de santos laicos y vírgenes de la patria. Isabel y Catalina fueron monarcas de carne y hueso; las nuevas “reinas libertarias” son artefactos de propaganda diseñados para llenar el vacío de pensamiento con gestos teatrales.

Esa operación cultural —mezcla de fanatismo y marketing— intenta sustituir la razón por la fe. Ya no se discute política, se veneran ídolos. Y cuando la política se convierte en liturgia, el resultado no es una revolución, sino un culto autoritario.

Entre la historia y la farsa

Lo que diferencia a las verdaderas reinas de sus imitadoras no es el género, sino la historia. Isabel y Catalina se enfrentaron a estructuras de poder reales y las dominaron. Reichardt, en cambio, es producto de una maquinaria mediática que fabrica notoriedad como si fuera mercancía.

Si la historia es una arquitectura de hechos, la nueva épica libertaria es una puesta en escena. Se construye sobre la nada, sostenida por el grito, la selfie y el hashtag. El problema no es Reichardt: el problema es el país que produce figuras vacías y luego las corona por descarte.

La historia exige respeto, no cosplay

Comparar a Reichardt con Isabel o Catalina no es sólo un error conceptual: es una falta de respeto a la historia y a las mujeres que ejercieron poder real. Las reinas verdaderas no se autoproclamaron, no necesitaron publicistas, ni hashtags, ni padrinos. Gobernaron con autoridad, con sangre y con consecuencias.

Convertir a una candidata decorativa en ícono imperial es otra muestra de la decadencia simbólica del país: cuando ya no hay estadistas, se fabrican mitos de utilería. Cuando faltan reinas de verdad, se improvisan con luces, cámaras y devoción.

Y cuando un régimen necesita inventar figuras sagradas para sostenerse, no anuncia una era de grandeza, sino el principio de su propia parodia.

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