Trump intenta erigirse como mediador global: tras atribuirse el alto el fuego en Gaza, busca ahora la paz en Ucrania

El presidente estadounidense se adjudica un papel central en la tregua de Medio Oriente y se prepara para un nuevo movimiento diplomático: mediar en la guerra entre Rusia y Ucrania. Su ofensiva mediática combina ambición política, cálculo electoral y una narrativa personalista que desafía a la diplomacia tradicional.

Estados Unidos17 de octubre de 2025Alejandro CabreraAlejandro Cabrera
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Donald Trump

Donald Trump ha vuelto a mover las piezas del tablero internacional con una jugada tan inesperada como calculada. Tras atribuirse un papel determinante en el alto el fuego alcanzado en Gaza, el mandatario norteamericano anunció que su administración prepara una iniciativa para alcanzar la paz en Ucrania. Con su estilo inconfundible, directo y personalista, busca proyectarse no solo como comandante en jefe, sino como mediador planetario en un mundo fatigado por las guerras y la incertidumbre económica.

La Casa Blanca presenta esta nueva ofensiva diplomática como una continuidad lógica de su doctrina: una política exterior centrada en resultados rápidos, negociaciones directas y un uso pragmático del poder. En los hechos, sin embargo, se trata de un movimiento político de mayor escala, destinado a consolidar la imagen de Trump como líder capaz de reordenar el mapa global bajo sus propias reglas.

La secuencia fue milimétrica. Primero, la tregua en Gaza permitió a Washington recuperar margen de maniobra en Medio Oriente, escenario donde los conflictos y las alianzas cruzadas habían debilitado la influencia estadounidense. Luego, el propio Trump se encargó de amplificar el logro: se presentó como artífice del alto el fuego, afirmando que su equipo había ejercido presión decisiva sobre las partes en disputa. A continuación, anunció su nueva meta: mediar entre Rusia y Ucrania para poner fin a la guerra que desde 2022 desangra Europa del Este.

El mensaje fue simple, pero de alto impacto: “Ahora que logramos detener la masacre en Gaza, es hora de detener la matanza en Ucrania”. Esa frase, repetida ante cámaras y en redes, condensó la narrativa que la administración busca imponer: un presidente con voluntad de paz, dispuesto a intervenir personalmente donde la diplomacia tradicional ha fracasado.

Detrás del gesto, hay una arquitectura política más profunda. Trump entiende que el mundo atraviesa un punto de inflexión: una crisis simultánea de liderazgo, confianza y equilibrio. En ese vacío, propone un modelo de poder centrado en su figura. Su diplomacia no se apoya en grandes coaliciones ni en organismos multilaterales, sino en contactos directos, presión económica y cálculo estratégico. Cada negociación se convierte en una transacción; cada conflicto, en una oportunidad para reordenar fuerzas.

La maniobra también responde a objetivos domésticos. El presidente sabe que la política exterior puede funcionar como proyección de autoridad interna. En un país polarizado, exhibir liderazgo global permite reforzar la imagen de control y competencia que su base valora. Por eso su discurso sobre Ucrania no se limita a cuestiones humanitarias o geoestratégicas, sino que se presenta como una extensión del lema que lo acompaña desde su regreso al poder: “Estados Unidos primero, pero fuerte para el mundo”.

El contexto, sin embargo, es complejo. La guerra en Ucrania se encuentra estancada en múltiples frentes, y la diplomacia internacional ha fracasado en producir resultados duraderos. Moscú mantiene posiciones clave y Kiev depende del apoyo militar y financiero occidental. En ese escenario, Trump apuesta a un cambio de paradigma: propone un acuerdo que combine garantías de seguridad con incentivos económicos, presionando a ambas partes mediante su influencia sobre aliados y rivales por igual.

En la práctica, se trata de un experimento de poder personal. El mandatario confía en su capacidad para negociar directamente con Vladimir Putin y con Volodímir Zelenski, recreando el modelo de cumbres bilaterales que caracterizó su primera gestión. Su entorno asegura que busca “resolver lo irresoluble” y demostrar que el liderazgo estadounidense puede ser simultáneamente firme y pragmático.

El discurso oficial resalta que el nuevo enfoque no implica debilidad ni concesiones, sino eficacia. “La paz no es rendición”, repite Trump, “es inteligencia estratégica”. Con esa consigna intenta desactivar las críticas que lo acusan de relativizar las agresiones rusas o de poner en riesgo la unidad occidental. En su visión, el error de las administraciones anteriores fue prolongar guerras que podían haberse terminado con voluntad política. Su promesa de lograr resultados “en 24 horas” sintetiza esa idea: el valor de la acción sobre la burocracia.

La apuesta diplomática también reordena las relaciones internacionales. En Bruselas y Berlín, la propuesta genera cautela. Los gobiernos europeos, que dependen de la cooperación estadounidense, observan con recelo la posibilidad de un acuerdo directo entre Washington y Moscú que los deje fuera del proceso. En Kiev, la idea se recibe con prudencia: Zelenski necesita el respaldo militar de Estados Unidos, pero teme que una negociación sin Europa implique aceptar concesiones territoriales. En el Kremlin, el tono es ambiguo. Putin evita descalificar la iniciativa, consciente de que un canal directo con Trump podría ofrecer beneficios tácticos.

La estrategia norteamericana se apoya en dos pilares: presión económica y diplomacia paralela. Por un lado, Washington intensifica las negociaciones energéticas con los países del Golfo para garantizar suministro y estabilidad de precios, un factor clave para sostener la campaña ucraniana y, al mismo tiempo, evitar crisis inflacionarias internas. Por otro, la Casa Blanca activa una red de mediadores informales —empresarios, exdiplomáticos y asesores— que operan en capitales intermedias para sondear posibles términos de un cese del fuego.

La doctrina Trump en política exterior se diferencia del multilateralismo tradicional. Donde otros ven procesos, él ve operaciones; donde otros hablan de equilibrios, él habla de acuerdos. Su enfoque privilegia la visibilidad sobre la discreción y el impacto sobre la continuidad. Pero detrás del espectáculo hay cálculo: cada anuncio tiene una función específica en la narrativa global de poder. La tregua de Gaza fue el primer capítulo; Ucrania, el segundo.

Para el presidente, el éxito diplomático es inseparable del éxito comunicacional. La paz, además de alcanzarse, debe contarse. De ahí la importancia de controlar el relato: Trump presenta sus iniciativas como logros personales antes que como fruto del trabajo institucional. Esa lógica le permite capitalizar políticamente cualquier avance, incluso los parciales, y convertir los retrocesos en pruebas de su determinación.

Su discurso combina patriotismo, sentido común y una apelación constante al liderazgo fuerte. En cada aparición, repite que “Estados Unidos vuelve a ser respetado”. Esa frase resume su visión del orden mundial: un sistema jerárquico en el que el poder se legitima por resultados y no por consensos. En ese marco, la búsqueda de paz se convierte en una demostración de autoridad, no en un gesto de conciliación.

Los efectos de esta estrategia ya se sienten. En Medio Oriente, la tregua en Gaza permitió reducir tensiones regionales y abrir canales de diálogo entre gobiernos que meses atrás se negaban a hablar. En Europa, la mera idea de una mediación estadounidense reaviva los debates sobre autonomía estratégica. En Asia, China observa con atención cómo Washington intenta recuperar el protagonismo global que Pekín había comenzado a disputar.

Trump aprovecha ese contexto para reforzar su imagen interna. Presenta cada logro exterior como prueba de que su liderazgo devuelve grandeza al país y estabilidad al mundo. Sus asesores lo describen como un “presidente de resultados”, capaz de traducir promesas en hechos concretos. Aunque sus métodos generan controversia, su narrativa logra instalar un contraste: mientras otros hablan de procesos interminables, él muestra acuerdos tangibles.

Sin embargo, la política internacional no se ajusta siempre al ritmo de la comunicación. El desafío será transformar los gestos en compromisos duraderos. En el caso de Gaza, el alto el fuego es frágil y depende de equilibrios cambiantes. En Ucrania, cualquier avance exigirá concesiones difíciles de explicar ante las respectivas opiniones públicas. La fuerza retórica de Trump podría enfrentarse pronto con la resistencia estructural de los intereses en juego.

Pese a esos riesgos, el presidente mantiene su ofensiva. Sus asesores en materia de seguridad nacional trabajan en una propuesta preliminar que incluiría garantías de neutralidad, reconstrucción económica y mecanismos de supervisión internacional. La idea central es sustituir la lógica de sanciones por una de incentivos, bajo la premisa de que el poder de Estados Unidos se mide no solo por su capacidad militar, sino por su habilidad para imponer estabilidad.

La oposición demócrata ha criticado la iniciativa, argumentando que legitima la agresión rusa y debilita la alianza atlántica. Pero el mandatario responde con un argumento simple: “Mi obligación no es complacer a los burócratas, sino proteger vidas humanas”. Esa frase, dirigida tanto al público interno como al internacional, refuerza su perfil de líder que actúa sin pedir permiso.

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En los mercados, la perspectiva de una negociación abre expectativas contradictorias. Algunos sectores celebran la posibilidad de reducción del riesgo geopolítico; otros temen que un acuerdo prematuro desestabilice regiones enteras. Lo cierto es que la sola idea de una paz impulsada por Trump altera los cálculos energéticos, militares y diplomáticos del continente europeo.

El presidente parece disfrutar de esa incertidumbre. En su concepción del poder, la iniciativa vale más que la prudencia. Prefiere mover las piezas antes que esperar que otros lo hagan. Su diplomacia es, ante todo, performativa: cada acción tiene un componente de espectáculo destinado a demostrar control. Pero, al mismo tiempo, refleja una intuición política real: el mundo pospandémico, marcado por el caos y la fragmentación, busca referentes capaces de ofrecer decisiones claras, aunque sean polémicas.

Trump se presenta como ese referente. En su discurso más reciente, aseguró que “la era de los conflictos eternos está llegando a su fin”. Su promesa de “paz mediante la fuerza” combina retórica militar con aspiración moral. Propone un liderazgo que no se disculpa, que actúa y exige resultados. Esa visión puede generar rechazo entre diplomáticos tradicionales, pero conecta con un electorado global que percibe la debilidad institucional como la raíz de todos los males.

Lo que está en juego no es solo el fin de una guerra, sino la redefinición del liderazgo mundial. Si la iniciativa en Ucrania prospera, Trump podrá presentarse como el arquitecto de una nueva era de estabilidad basada en acuerdos bilaterales y poder económico. Si fracasa, siempre podrá culpar a la vieja diplomacia de haber impedido su éxito. En ambos casos, su figura seguirá en el centro del debate internacional.

Mientras tanto, el reloj avanza. La guerra continúa, pero las conversaciones discretas empiezan a multiplicarse. En los corredores del poder, la pregunta ya no es si Trump logrará la paz, sino cuánto influirá su sola presencia en la dinámica del conflicto. Porque, como él mismo dijo en una de sus frases más comentadas: “En el mundo de hoy, quien logra que los demás hablen de paz, ya está ganando la guerra”.

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