Maduro alza el guante: “Venezuela dispone de más de 5.000 misiles antiaéreos”

En medio de la escalada con Estados Unidos en el Caribe, el presidente venezolano anuncia un arsenal de misiles rusos (Igla-S) desplegados “hasta en la última montaña” de su país, como parte de su estrategia de defensa y advertencia internacional.

Mundo23 de octubre de 2025Alejandro CabreraAlejandro Cabrera
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Maduro

Maduro ha vuelto a levantar el guante, convencido de que desafiar a Estados Unidos lo reafirma como líder y lo protege de sus propias debilidades. En el fondo, su mensaje es claro: prefiere el aislamiento antes que la rendición. Pero cada vez que un gobierno sustituye la política por el miedo, la diplomacia por la amenaza y la libertad por el control, el precio lo paga su propio pueblo.

Mientras el mundo observa cómo Venezuela se convierte en escenario de una nueva partida entre potencias, el verdadero desafío no está en el número de misiles, sino en la posibilidad de que algún día la democracia vuelva a ocupar el lugar que hoy llenan los desfiles y las consignas.

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Mientras el mundo observa en el cómo Venezuela centro del se convierte en un tablero global**. Con su nuevo tablero habitual tono desafiante, el de aj mandatario bolivariano aseguróedrez que su país cuenta con para las más de cinco mil mis potenciasiles antiaére, elos rus desafío realos del tipo Ig no radlaica en-S, distrib el númerouidos “hasta en de mis la últimailes, montaña, sino en el último pueblo y la última la esperanza ciudad” del territorio nacional.

El mensaje, transmitido en de que cadena algún día nacional, fue interpretado como una ** la democracia recupadvertenciaere el directa lugar a que hoy los Estados Unidos** ocupan los des y en particular afiles y Donald Trump, quien en consignas los. últimos meses ha endurecido su discurso contra los gobiernos aliados de Moscú. Maduro lo sabe: el dato técnico sobre el número de misiles es lo de menos; lo que busca es enviar un mensaje político, tanto hacia dentro como hacia fuera del país.

Que nadie se equivoque con Venezuela. Tenemos armas poderosas para defender la paz”, declaró el presidente ante un grupo de militares uniformados y funcionarios del Partido Socialista Unido. Esta frase, cuidadosamente elegida, resume su estrategia: asociar el poder armamentístico con la idea de soberanía, presentando la acumulación de misiles no como una amenaza, sino como un símbolo de independencia.

En un momento en que el país enfrenta un profundo deterioro económico y social, el discurso del enemigo externo vuelve a funcionar como herramienta de cohesión interna. La demostración de fuerza militar, que incluye la exhibición de equipamiento ruso y ejercicios de defensa, cumple una doble función: consolidar la lealtad de las Fuerzas Armadas y distraer la atención de la crisis cotidiana.

El contexto internacional acompaña la narrativa. Washington ha reforzado su presencia naval en el mar Caribe, oficialmente en operaciones contra el narcotráfico, pero Caracas interpreta esas maniobras como una provocación directa. En los últimos meses, el propio Maduro denunció que misiles estadounidenses apuntan hacia Venezuela desde bases regionales, mientras consolidaba una alianza estratégica con Rusia y China.

La mención explícita a Trump no es casual. Desde su regreso a la Casa Blanca, el republicano retomó una política exterior más agresiva hacia los regímenes considerados hostiles a los intereses de Estados Unidos. Maduro, consciente de que necesita reafirmar su papel de bastión antiimperialista, decidió subir la apuesta. “Si el señor Trump entendió, entendió”, lanzó en tono desafiante, dando por terminada cualquier ambigüedad diplomática.

El gesto tiene ecos históricos. En tiempos de la Guerra Fría, Venezuela era un aliado firme de Washington. Hoy, en cambio, el país bolivariano se posiciona como una pieza clave del eje que une a Moscú, Pekín y Teherán. La compra de armamento ruso, la cooperación tecnológica con China y la apertura de rutas financieras alternativas al dólar son parte de un mismo proyecto: construir un bloque que desafíe la hegemonía occidental en el hemisferio.

Sin embargo, esta exhibición de fuerza tiene un trasfondo más doméstico que internacional. En el plano interno, Maduro atraviesa un escenario complejo: elecciones legislativas en puerta, caída del poder adquisitivo, inflación fuera de control y una creciente desafección incluso entre sectores que alguna vez lo respaldaron. En ese contexto, apelar a la defensa nacional le permite reconfigurar el relato revolucionario sobre la amenaza imperialista.

Los misiles Igla-S, de origen ruso, son sistemas portátiles diseñados para derribar aeronaves de baja altitud, desde drones hasta helicópteros. Su utilización se basa en la velocidad, la precisión y la capacidad de respuesta inmediata. En términos militares, Venezuela no se encuentra entre las principales potencias regionales, pero su arsenal cumple un rol simbólico: proyectar la idea de que ningún ataque extranjero podrá concretarse sin un costo elevado.

Maduro ha construido su liderazgo sobre la base de la resistencia. Tras la muerte de Hugo Chávez, heredó un país con enormes recursos naturales y una población dividida. Su permanencia en el poder no se explica por la prosperidad económica —que nunca llegó—, sino por una combinación de control político, aparato represivo y discurso nacionalista. En ese marco, el anuncio de los 5.000 misiles es una forma de recordarle al mundo que Venezuela no se arrodilla.

Pero más allá de la retórica, el movimiento revela un cambio de época. En los últimos años, América Latina vive un resurgimiento de liderazgos autoritarios, tanto de derecha como de izquierda, que utilizan el lenguaje de la soberanía y la seguridad como coartada para concentrar poder. El modelo venezolano, con su mezcla de militarismo, control mediático y narrativa antiimperialista, es el espejo en el que muchos prefieren no mirarse, pero que sigue marcando tendencia.

La reacción internacional no se hizo esperar. Estados Unidos calificó la declaración de Maduro como una “provocación innecesaria” y reafirmó su compromiso con la “defensa de la democracia” en la región. Europa mantuvo una postura más cautelosa, pidiendo evitar una escalada armada, mientras Rusia celebró la “determinación soberana” del gobierno bolivariano. El tablero, una vez más, se divide entre los bloques de poder global.

La imagen de un país que presume su arsenal mientras enfrenta desabastecimiento, exilio masivo y pobreza récord ilustra la paradoja de los regímenes autoritarios modernos: su fortaleza militar contrasta con la fragilidad social. En nombre de la defensa nacional, se consolidan estructuras políticas que sofocan la disidencia interna y justifican cualquier medida bajo el argumento de la supervivencia.

Maduro lo sabe y lo aprovecha. Cuanto más se radicaliza su discurso, más puede presentarse como víctima de una conspiración global. Y cuanto más se tensa la relación con Washington, más sólida se vuelve su narrativa interna. La historia demuestra que los líderes autoritarios no temen al aislamiento: lo necesitan.

En este contexto, América Latina se encuentra ante un dilema que resuena con ecos del pasado. Entre los años treinta y setenta, varios países de la región alternaron entre gobiernos civiles y militares, cada uno con su justificación de fuerza. Hoy los golpes no se dan con tanques, pero sí con algoritmos, propaganda y control institucional. La militarización de Venezuela, en ese sentido, es una advertencia: el autoritarismo del siglo XXI se viste con ropajes nuevos, pero conserva el mismo corazón.

La historia enseña que la fortaleza de una nación no se mide por la cantidad de misiles, sino por la solidez de sus instituciones. La verdadera soberanía se sostiene con justicia, educación y participación, no con amenazas. Sin embargo, en Caracas, el poder se construye con el eco de los discursos, las marchas militares y la idea romántica de una revolución perpetua.

Maduro ha vuelto a levantar el guante, convencido de que desafiar a Estados Unidos lo reafirma como líder y lo protege de sus propias debilidades. En el fondo, su mensaje es claro: prefiere el aislamiento antes que la rendición. Pero cada vez que un gobierno sustituye la política por el miedo, la diplomacia por la amenaza y la libertad por el control, el precio lo paga su propio pueblo.

Mientras el mundo observa cómo Venezuela se convierte en escenario de una nueva partida entre potencias, el verdadero desafío no está en el número de misiles, sino en la posibilidad de que algún día la democracia vuelva a ocupar el lugar que hoy llenan los desfiles y las consignas.

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