Milei en Madrid: la internacional del odio y el riesgo totalitario que crece en nombre de la libertad

En un escenario montado como espectáculo político-religioso, Javier Milei volvió a encender alarmas. Esta vez no fue desde Buenos Aires, sino en el corazón de Europa, donde participó de la convención organizada por Vox y sectores ultraconservadores del continente.

Opinión08 de junio de 2025Alejandro CabreraAlejandro Cabrera
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Ante miles de asistentes exaltados, el presidente argentino lanzó uno de sus discursos más violentos, apuntando directamente contra el Estado, el socialismo y el gobierno español. Lo hizo con euforia escénica, arengando a la multitud como si se tratara de un acto de fe libertaria. Pero detrás de la performance, se esconde una lógica política peligrosa: la construcción de un liderazgo mesiánico, excluyente y orientado a destruir los mecanismos de la democracia desde adentro.

El fenómeno Milei ya no puede leerse como un caso aislado. Forma parte de una red internacional de nuevas derechas que combinan elementos del neoliberalismo clásico, el neoconservadurismo identitario y el populismo de ruptura institucional. Su aparición en Madrid no fue anecdótica, fue estratégica: se presentó como un héroe rebelde ante una platea que ya no quiere reformas, sino demolición. Lo que está en juego no es solo el rumbo de Argentina, sino la circulación global de discursos que ponen en duda el pacto democrático que ordenó a Occidente durante décadas.

El desembarco en Europa: Milei como avatar de la reacción

Milei fue recibido como un rockstar. Música a todo volumen, banderas, carteles, selfies, merchandising. El tono de la convención conservadora fue más el de un recital que el de una cumbre política. Y eso no es menor: porque en el siglo XXI, las derechas ya no apelan al debate argumental sino a la construcción emocional del enemigo. Y en ese esquema, Milei es una figura ideal.

En su intervención, el mandatario argentino no ahorró pólvora. Llamó “organización criminal” al Estado. Acusó al presidente español de “torturador” del pueblo. Instó a los presentes a “zurrar al bandido local”. Y coronó su presentación con su clásico “¡Viva la libertad, carajo!”, ahora acompañado de un “¡muerte al socialismo!” que resonó como consigna de guerra. ¿Dónde está el límite entre la hipérbole libertaria y el llamado a la violencia? ¿Cuándo el discurso político se transforma en maquinaria simbólica de exclusión?

Lo cierto es que Milei no fue a Madrid a debatir ideas, sino a afianzar un rol: el de vocero global de una contrarrevolución ideológica que ya no se limita a cuestionar al progresismo, sino que busca eliminarlo del escenario político. Su retórica es la del exorcismo. El adversario no es un rival, es un demonio que hay que expulsar. No hay matices, no hay tolerancia, no hay espacio para el acuerdo. Y cuando la política se formula en esos términos, el horizonte es el totalitarismo.

 
La guerra santa libertaria: una retórica que niega la pluralidad

Desde NewsBA venimos registrando cómo Milei convirtió su discurso económico en una doctrina de guerra espiritual. La motosierra, símbolo de su campaña, no era solo una metáfora fiscal. Era un arma sagrada. El lenguaje del mileísmo está plagado de exabruptos, insultos y simplificaciones que cumplen una función precisa: deslegitimar toda disidencia como crimen moral.

En Madrid, esa retórica se profundizó. El discurso apuntó contra “los políticos”, “las feministas”, “el marxismo cultural”, “los burócratas europeos”, “los empresarios prebendarios” y hasta contra la propia institucionalidad democrática. El pueblo, según Milei, es una víctima secuestrada por una casta parasitaria que debe ser destruida. En esa lógica, el líder se erige como salvador, mártir y ejecutor.

Este tipo de lenguaje no es nuevo. Hannah Arendt lo describió como el núcleo del totalitarismo moderno: una narrativa que construye la realidad en términos absolutos, excluyentes y dogmáticos. Cuando Milei grita que “el Estado es el enemigo” y que “el socialismo debe ser erradicado”, no está proponiendo reformas. Está habilitando simbólicamente la violencia contra quienes piensan distinto. Y lo hace, además, en un contexto donde las instituciones están debilitadas, los partidos fragmentados y la ciudadanía saturada de desconfianza.

El enemigo interno: cómo se construye la lógica del exterminio simbólico

Uno de los pilares discursivos de Milei, reforzado en la convención de Madrid, es la fabricación permanente de enemigos internos. Este recurso no es meramente retórico: tiene una funcionalidad política concreta. Le permite identificar a los “culpables del desastre” y justificar así medidas extremas. En su narrativa, no hay adversarios legítimos. Hay “zurdos”, “colectivistas”, “parásitos”, “ñoquis”, “estatistas”, “planeros”, “progresistas” y “socialistas” que impiden el florecimiento del “hombre libre”.

En la nota publicada por NewsBA titulada “La motosierra como símbolo mesiánico”, ya habíamos alertado sobre este fenómeno: el líder se presenta como un cruzado que llega a limpiar el mundo del mal. Ese mal toma la forma del otro político, del sindicalista, del periodista crítico, de la feminista o del juez que lo incomoda. Milei no busca convencer, sino vencer. No intenta argumentar, sino aplastar.

El problema con este modelo es que cancela el disenso, base esencial de toda república democrática. La pluralidad es reemplazada por una moral única. Lo correcto es lo que dice el líder; todo lo demás es corrupción, traición o decadencia. Y cuando eso se institucionaliza, el paso siguiente es la eliminación de los frenos y contrapesos del sistema.

En Madrid, el gesto fue internacionalizar ese enemigo. Lo ubicó en el presidente español, en la socialdemocracia europea, en las feministas globales, en el Estado de Bienestar. La lucha del mileísmo ya no es solo argentina: es una cruzada global contra todo lo que no encaje en su modelo libertario extremo.

 
El nuevo populismo reaccionario: menos pueblo, más mercado divinizado

A diferencia del populismo clásico, que invocaba al “pueblo” contra las élites, el mileísmo invoca al mercado contra la sociedad. Su populismo no es nacional-popular, sino financiero-corporativo. En la nota “El evangelio de la destrucción como programa político”, publicada en NewsBA semanas atrás, lo analizamos en profundidad: Milei no propone una utopía, sino una distopía ordenadora donde la competencia reemplaza a la justicia, y el mérito individual sepulta toda forma de solidaridad institucionalizada.

En su discurso en España, esto fue evidente. El mercado fue presentado como una divinidad inmanente: perfecto, puro, justo. Cualquier intervención estatal es un acto herético. En este esquema, los derechos son “privilegios robados”, la justicia social es “una aberración” y la educación pública, “una fábrica de adoctrinados”. La democracia representativa molesta. La política parlamentaria es burocracia. El único orden válido es el que emana del mercado.

Este tipo de ideología, cuando se vuelve gobierno, requiere la destrucción de los espacios institucionales intermedios: sindicatos, universidades, medios, partidos, organismos autónomos. Por eso, como analizamos en “El reformazo judicial”, el gobierno de Milei intenta someter al Congreso, presionar a la Corte y demonizar a cualquier actor que le ponga límites.

En Madrid, estas ideas fueron aplaudidas por referentes que aplican el mismo libreto: Giorgia Meloni en Italia, Santiago Abascal en España, Viktor Orbán en Hungría, y el propio Nayib Bukele en El Salvador. Todos comparten algo: la creencia de que la democracia liberal es un obstáculo para el orden.

 
Internacional reaccionaria: de Vox a Bukele, el nuevo eje del autoritarismo electo

En Madrid se escenificó algo más que una convención: se formalizó un bloque político y afectivo entre las derechas más duras del mundo occidental. Esta internacional reaccionaria no tiene un manifiesto formal, pero sí una agenda clara: rechazo al progresismo, debilitamiento de la justicia independiente, odio al feminismo, exaltación de la autoridad y discurso antiinmigración.

Milei encaja perfectamente. No solo por lo que dice, sino por cómo lo dice. Su estilo de confrontación permanente, su desprecio por el diálogo institucional y su narrativa apocalíptica lo vuelven un referente ideal para quienes quieren normalizar la idea de que hay que “salvar la democracia destruyéndola”.

Esto ya fue planteado en nuestra cobertura “Milei, Bukele y la utopía del orden sin derechos”, donde analizamos cómo el modelo salvadoreño se convirtió en un espejo donde el presidente argentino se ve a sí mismo: represión a la disidencia, concentración de poder, relato de enemigo absoluto, culto a la eficiencia a cualquier costo.

Madrid funcionó como plataforma de legitimación. No importa que haya pobreza, inflación o recesión: mientras el discurso sea violento, ordenado y repetitivo, los liderazgos autoritarios ganan terreno. Lo emocional triunfa sobre lo racional. Y en ese terreno, el mileísmo brilla.

¿Hay un riesgo totalitario real en el mileísmo?

La pregunta se impone sola. ¿Es exagerado hablar de totalitarismo cuando nos referimos a Javier Milei? ¿O estamos frente a una forma adaptada del fenómeno, aggiornada al siglo XXI, que no necesita campos de concentración para operar sino discursos de odio, desprestigio institucional y una hiperconcentración del poder simbólico?

Desde NewsBA hemos sostenido que el mileísmo no es fascismo clásico, pero sí presenta rasgos de un totalitarismo posmoderno. Esto implica que no se impone por la fuerza bruta, sino por el control del relato. Es más performático que militar. Más audiovisual que represivo. Pero no por eso menos peligroso.

La columna vertebral de su estrategia es la destrucción del campo político como espacio plural. La pluralidad, según Milei, no es riqueza, sino degeneración. La democracia es útil solo si sirve para implementar su modelo. Si se resiste, entonces la acusa de corrupta. La única voluntad válida es la de su proyecto. Todo lo demás, estorba.

Este razonamiento se alinea con la matriz totalitaria que analizó Umberto Eco en su célebre texto “Ur-Fascismo”. Eco identificaba 14 rasgos del fascismo eterno. Milei cumple al menos 10: culto a la tradición, rechazo a la modernidad ilustrada, acción por la acción, miedo a la diferencia, obsesión por el complot, desprecio por los débiles, educación para el heroísmo, machismo exacerbado, populismo selectivo, y un léxico empobrecido y simplificador.

 
Fascismo emocional: del líder fuerte al salvador divino

Un punto crítico del proyecto Milei es su uso sistemático de la emoción como motor político. Como vimos en otras coberturas de NewsBA —en especial en la serie “Delirio libertario”— el gobierno no necesita leyes, necesita climas. No construye hegemonía con mayorías, sino con estados emocionales colectivos que le permiten actuar con impunidad.

El miedo, la ira, el resentimiento, la venganza, la euforia destructiva: todas esas emociones son catalizadas por el discurso presidencial y amplificadas por su ejército de influencers, trolls y militantes digitales. Así se naturaliza el odio. Se justifica la represión. Se desactiva la empatía.

En este esquema, el presidente no gobierna: predica. Milei se presenta como alguien que “baja la verdad” a los hombres de buena voluntad. Lo hace con frases bíblicas, referencias pseudocientíficas y apelaciones místicas a un mercado divinizado. La economía no es un sistema técnico, sino una verdad revelada. Y él, su profeta.

La convención de Madrid fue una ceremonia de reafirmación de fe. Los cánticos, los insultos compartidos, la identidad común a través del odio: todos elementos típicos de un ritual político totalitario. El líder aparece como único canal de verdad, mediador entre el caos del mundo y el orden que promete. La política se vuelve teología. La crítica, herejía.

 
El desmontaje del Estado: no gobernar, sino desmantelar

El totalitarismo no siempre necesita construir algo. A veces se realiza en el acto de destruir. En el caso de Milei, su principal acción de gobierno no ha sido crear instituciones, sino disolverlas. Ministerios, organismos de control, estructuras educativas, planes culturales, partidas sociales: todo fue reducido o eliminado.

Lo analizamos en NewsBA en “La motosierra como método de gobierno”. Allí planteamos que el ajuste no era solo fiscal, sino ontológico: el Estado como tal debía desaparecer. No era solo recorte, era redefinición. El Estado no era un instrumento a mejorar, sino un enemigo a liquidar.

Esto se traduce en una constante tensión institucional. El Poder Legislativo es asfixiado. El Judicial, presionado. El periodismo, atacado. Los sindicatos, insultados. La universidad pública, empobrecida. Las provincias, extorsionadas con partidas. En ese clima, todo el sistema democrático se transforma en un obstáculo para la "misión".

El problema es que cuando se desmantelan todos los frenos institucionales, lo único que queda es el capricho presidencial. Y eso, por definición, es el núcleo del totalitarismo: un poder absoluto legitimado por el clamor emocional de las masas.

 
La máquina del desprestigio: la desinformación como arma de gobierno

Otro rasgo del avance autoritario de Milei es su uso deliberado de la desinformación. No se trata de errores, sino de una estrategia. El presidente lanza datos falsos, tergiversaciones históricas, citas manipuladas. Luego sus seguidores los viralizan como si fueran dogmas.

En la nota de NewsBA “La rebelión contra la verdad”, advertimos que esta estrategia tiene un efecto devastador sobre el debate público. Si todo es opinable, si nada es verificable, entonces cualquier abuso puede justificarse. La opinión reemplaza al dato. La percepción, al hecho. Y el gobierno se vuelve inmune a la crítica.

Además, la desinformación tiene una función política concreta: aislar a la audiencia. Si solo se informa por canales afines al poder, se crea una burbuja simbólica impermeable. Es lo que pasó en Madrid: una multitud aplaudiendo barbaridades como si fueran verdades reveladas, sin espacio para la duda, sin diálogo, sin contrapunto.

La democracia como obstáculo: último escalón del proyecto mileísta

Lo que se desplegó en Madrid, con luces, gritos, frases incendiarias y la presencia de figuras que exaltan el orden por sobre la ley, no fue un evento anecdótico. Fue la puesta en escena de un modelo que plantea, sin eufemismos, que la democracia liberal es un problema. No porque funcione mal, sino porque impide aplicar con “pureza” las ideas de mercado.

Milei no busca democratizar el mercado: busca mercantilizar la democracia. En su esquema, los consensos, las minorías parlamentarias, los organismos de control, los fallos judiciales, las ONG, los derechos adquiridos… todos son escollos. No son partes del sistema, son residuos de la “casta”.

El mileísmo sólo tolera lo que obedece. Por eso sus ministros no debaten, sus voceros insultan, y su presidente se comunica solo con “la gente” (es decir, con una masa simbólica creada por algoritmos y cámaras). Si alguna vez el Congreso se transforma en un freno efectivo, no hay que descartar una estrategia aún más corrosiva: declararlo innecesario.

En este modelo, la democracia sobrevive solo si abdica de sus principios. No se la elimina de golpe: se la vacía por dentro.

 
La crítica como herejía: del debate al linchamiento

Una de las herramientas más eficaces del discurso totalitario moderno es la conversión del adversario en enemigo sagrado. Lo que en otros gobiernos sería crítica, en el mileísmo es traición. El periodista que pregunta es “un operador”. El artista que cuestiona es “un planero de lujo”. El académico que disiente es “un adoctrinador”. La víctima social que reclama es “un parásito”.

En esta lógica, no hay error ni discusión: hay una cacería simbólica permanente. Se lincha en redes, se señala en actos públicos, se expone en conferencias presidenciales. El Estado, que debería ser el garante de derechos, se convierte en maquinaria de escarnio.

Este mecanismo fue muy visible tras Madrid. Las críticas al discurso de Milei no generaron reflexión, sino ataques. Intelectuales españoles fueron insultados. Parlamentarios europeos que rechazaron sus dichos recibieron amenazas. Se construyó un clima donde el disenso se vive como ataque a la patria, y la crítica, como una blasfemia.

Esto se articula con el fenómeno que analizamos en “La política como fe, la crítica como herejía”, donde advertimos que Milei no gobierna desde una plataforma de ideas, sino desde un altar. No se lo evalúa, se lo adora. Y quien no lo hace, merece el castigo de los fieles.

 
Religión del mercado, represión del Estado

Un elemento clave del nuevo autoritarismo argentino es su matriz místico-mercantil. Milei no se presenta como un político, sino como un elegido. Su doctrina no se basa en diagnósticos, sino en revelaciones. El mercado no es una herramienta, es un dios. Lo que se oponga a ese dios —ya sea el Congreso, la Corte o la prensa— debe ser purificado.

En este sentido, el gobierno de Milei avanza con el doble mandato del totalitarismo clásico: destruir el viejo mundo y salvar a los puros. Eso justifica todo. Desde el cierre de dependencias estatales hasta la eliminación de medicamentos gratuitos, todo se ejecuta con una lógica de “justicia divina”.

Pero esta religión tiene brazo armado. Cuando el mercado falla, aparece el aparato represivo. Y así lo vimos en operativos desproporcionados en universidades, desalojos con balas de goma, y ataques simbólicos a docentes, investigadores y periodistas. La motosierra, símbolo del ajuste, también es símbolo del castigo.

 
Epílogo: ¿qué viene después del odio organizado?

El discurso de Milei en Madrid no fue una anomalía. Fue coherente, sistemático y profundamente peligroso. No por lo que dice solamente, sino por cómo lo dice, a quién lo dice, y desde dónde lo dice. Fue un discurso de guerra, pronunciado por un jefe de Estado, en un foro internacional, ante figuras que sueñan con restaurar un orden sin democracia.

La historia demuestra que los autoritarismos no llegan de golpe. Se filtran por el cansancio, la frustración, el miedo. Se disfrazan de eficiencia. Se visten de libertad. Pero detrás, están siempre los mismos signos: culto al líder, odio al otro, desprecio por la ley, destrucción de lo común.

En NewsBA hemos registrado todos estos signos, uno por uno, desde el primer día. Los vimos aparecer con la motosierra, con la idea de “dinamitar” todo, con los ataques a periodistas, con el desprecio por los DD.HH., con la glorificación de dictaduras extranjeras.

Madrid fue una advertencia. No una más. Una urgente. El mundo está mirando a Milei como un experimento. Argentina se convirtió en laboratorio de lo que podría ser la política postdemocrática global: algoritmos, marketing, odio, ajuste, y espectáculo.

La pregunta es si quienes aún creen en la república, en la palabra, en la política como construcción plural, están dispuestos a defenderla. Porque el discurso totalitario ya no grita en las sombras: lo hace bajo reflectores, con música épica y multitudes que aplauden de pie.

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