Trump, el pragmatismo impuro y la grieta argentina: por qué el alcalde de Nueva York puede sentarse con el ex presidente y Milei nunca podrá hacerlo con Kicillof

¿Por qué Trump puede acercarse al alcalde "musulmán y comunista" mientras que Kicillof ni siquiera es llamado para una reunión con gobernadores? Son cosas que tal vez, Javier Milei copie de su faro político y moral. Sin embargo por ahora no parece necesitarlo el presidente argentino.

Opinión23 de noviembre de 2025Alejandro CabreraAlejandro Cabrera
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Trumplei y Zohel

Hay escenas políticas que explican solas el estado de una democracia. No hacen falta analistas, ni paneles, ni teorías sofisticadas. Una sola imagen puede desnudar cómo funciona una sociedad y, sobre todo, cómo entienden sus élites el acto de gobernar. La foto del alcalde de Nueva York —un demócrata, un dirigente que representa a una ciudad que fue durante años el epicentro del rechazo al trumpismo— reuniéndose con Donald Trump, es una de esas imágenes que no deberían tener nada de extraordinarias, y sin embargo dicen muchísimo. Porque lo primero que deja en claro es que, incluso en medio de una polarización intensa, incluso con causas judiciales abiertas, incluso con diferencias ideológicas profundas, la política en Estados Unidos sigue teniendo un núcleo irreductible de pragmatismo institucional.

No es amor. No es afinidad. No es convergencia ideológica. Es otra cosa: es entender que, si se administra una ciudad que depende de fondos federales, de decisiones estratégicas y de coordinación con Washington, uno debe sentarse incluso con aquel que detesta. Allá, la política no es un examen de pureza ideológica. Es un sistema operativo. Y los alcaldes, como parte del funcionamiento cotidiano del Estado, saben que no pueden darse el lujo de convertir sus diferencias en parálisis.

Por eso esa foto es posible. Porque la política norteamericana, más allá de su teatralización, tiene una capa de realismo que nunca desaparece. Nadie gana puntos por no reunirse. Nadie pierde credibilidad por dialogar. Nadie sacrifica su futuro político por sentarse con un adversario. El adversario no deja de ser adversario. No pasa a ser aliado. No se transforma mágicamente en socio. Pero se transforma —y esto es lo fundamental— en un interlocutor posible, en un actor con el que hay que interactuar porque así funciona el poder en un sistema complejo.

Ahora bien, traslademos esa escena a la Argentina. Imaginemos un encuentro Milei–Kicillof. No un pacto, no un acuerdo, no una alianza. Un simple encuentro institucional. Una foto para anunciar algo mínimo, algo lógico, algo que involucre a la Nación y la Provincia. Algo que, en cualquier país medianamente normal, sería parte de la rutina administrativa. En la Argentina, esa imagen sería un estallido. Un terremoto político. Sería vista como una traición interna por ambos lados. Sería inmediatamente reinterpretada como capitulación, como rendición, como concesión moral. No porque no haya problemas que requerirían ese diálogo. No porque no haya urgencias. No porque no haya temas que involucran a ambas jurisdicciones. Sino porque los propios liderazgos construyeron identidades en las que el otro no es un adversario: es la encarnación del mal político.

Esa diferencia es lo que explica por qué allá se puede lo que acá no. Y esa diferencia no es solo cultural, no es solo institucional, no es solo producto de la polarización. Tiene que ver con la naturaleza profunda de los liderazgos en juego, y especialmente con la forma en que cada uno necesita que el otro funcione para preservar su propio poder.

Trump, que para muchos es un fanático ideológico, en realidad es cualquier cosa menos eso. Su discurso es fanático, su retórica es incendiaria, su estética es la de un dogmático de manual. Pero Trump, en los hechos, es un operador pragmático, casi brutalmente pragmático. Trump no cree realmente en su propia doctrina. La usa. La instrumentaliza. La convierte en espectáculo. Pero a la hora de gobernar, no es rehén de esa construcción simbólica. Trump puede hacer una cosa hoy y la contraria mañana, y su base lo perdona porque entiende que la narrativa es más importante que la coherencia. Y porque Trump, a diferencia de lo que hace creer, no exige devoción para negociar. La adulación le sirve. Le gusta. La disfruta. La promueve. Pero no es un requisito para el funcionamiento del sistema político.

Milei, en cambio, necesita devoción. No en el sentido personal de narcisismo (aunque eso está), sino en un sentido político profundo: su proyecto está construido sobre una comunidad emocional, una identidad de “los despiertos contra los dormidos”, de “los leones contra los corderos”, de héroes contra un “viejo sistema corrupto”. En esa lógica, negociar no es simplemente acordar algo puntual: es reconocer al otro como actor válido. Y para Milei, un actor que no comparte su narrativa no es válido. No tiene legitimidad. No es parte del mundo “despierto”. Entonces, no es confiable.

Por eso negociar le cuesta tanto. Porque negociar sin validación emocional lo desestabiliza. Lo hace sentir expuesto. Lo hace sentir que está cediendo una parte de su identidad. Y esa identidad es, justamente, la que sostiene su liderazgo.

Del lado de Kicillof pasa algo completamente distinto. Kicillof no necesita adoración. Kicillof necesita poder territorial. Necesita estructura. Necesita intendentes. Necesita actores que movilicen, que gestionen, que conozcan el territorio. Y esa estructura no es ideológica. Es pragmática. Es dura. Es vieja. Es peronista. Es territorial. Es mucho más cercana a la lógica PJ tradicional que al kirchnerismo. Y esa es la clave del mapa actual: el kirchnerismo ya no es la tropa de Kicillof. El kirchnerismo se transformó en su enemigo interno más persistente.

Durante años se pensó que Kicillof era el candidato puro del kirchnerismo. Pero la realidad de la gestión lo obligó a convertirse en algo muy diferente. Gobernar Buenos Aires, que es probablemente la jurisdicción más compleja de la Argentina, lo empujó a un pragmatismo que en su juventud política hubiera considerado una traición intelectual. Kicillof no sobreviviría una semana sin los intendentes. Y muchos de esos intendentes no tienen nada que ver con su formación ideológica. Son dirigentes con poder real, con intereses propios, con redes de lealtades y de conflictos que funcionan independientemente de la lógica doctrinaria del kirchnerismo.

Eso convierte a Kicillof en un dirigente híbrido. Por un lado, tiene un discurso ideologizado que mantiene porque lo necesita para no perder identidad. Por el otro, su supervivencia depende de negociar con actores que no comparten ese discurso. Y además, tiene un problema adicional: el kirchnerismo duro lo observa con recelo, con desconfianza, con irritación creciente. Para ese sector, Kicillof ya no es garantía ideológica. Lo ven como alguien que se “peronizó”, como alguien que pacta demasiado con el territorio, como alguien que no responde a la lógica mística del relato. Lo ven, en definitiva, como un enemigo interno que amenaza la pureza del espacio.

Entonces, Kicillof se encuentra en una posición muy especial: necesita a los intendentes para sobrevivir, pero necesita el discurso kirchnerista para defenderse del kirchnerismo. Es una contradicción permanente. Y esa contradicción lo hace, paradójicamente, más pragmático que lo que muchos creen. Porque si dependiera únicamente de su ADN ideológico, probablemente tomaría decisiones más progresistas aún. Pero la realidad no se lo permite.

Ese pragmatismo, sin embargo, tiene un límite: no puede exhibirse demasiado. No puede mostrarse en una foto. No puede desnudarse en una escena pública. Porque si lo hace, el kirchnerismo duro lo devora. El cree que la foto con Milei sería dinamita para él, pero sería todo lo contrario. Lo acusarían de claudicación, de traición al campo nacional y popular, de convertirse en una pieza funcional del mileísmo. Lo que para la institucionalidad sería saludable, para la dinámica interna del peronismo sería una señal de debilidad que no podría permitirse.

Y del lado de Milei pasa lo mismo, pero por razones completamente distintas. Milei construyó un relato donde él es el líder de una cruzada moral. Y en esa cruzada, Kicillof no es un dirigente más: es el enemigo perfecto. Es la representación viviente de todo aquello que Milei necesita destruir simbólicamente para mantener la épica viva. Milei no podría sentarse con Kicillof sin que su propia base interpretara ese gesto como una traición al espíritu del movimiento. Porque la narrativa libertaria está construida sobre la idea de no contaminarse con “la casta”, y Kicillof, para esa narrativa, no es solo parte de la casta: es su expresión más pura.

Entonces, desde ambos lados, la foto es imposible. Pero es imposible por razones estrictamente internas, no por incompatibilidades institucionales. La imposibilidad no surge de la gestión, surge de las identidades. De lo que cada uno necesita ser para sostenerse. Y esa es la gran diferencia con Estados Unidos.

Trump puede ser adorado por su base sin necesidad de mantener pureza ideológica en todos sus actos. Puede ser amado y odiado al mismo tiempo, y puede negociar con quien quiera en el momento que quiera. Kicillof puede ser criticado por el kirchnerismo, pero sabe que sin pragmatismo no puede gobernar. Milei necesita un ecosistema emocional donde el adversario no es simplemente algo que se supera con negociación, sino algo que debe ser derrotado simbólicamente.

Ese triángulo produce una trampa perfecta. Una trampa que explica por qué en Argentina no existe la foto que sí existe en Estados Unidos. Y esa trampa no es un problema moral, ni un problema intelectual, ni un problema de voluntad. Es estructural. Es sistémica. Es cultural. Es psicológica. Y sobre todo es política.

La política argentina se acostumbró a sobrevivir no en base a lo que se hace, sino en base a lo que se impide hacer. La política acá se define por la imposibilidad. Lo que no se hace vale más que lo que se hace. Un político argentino no es castigado por no negociar: es castigado por negociar. No es castigado por no acordar: es castigado por acordar. La moderación es sospechosa. La foto institucional es peligrosa. El diálogo es un riesgo electoral.

Y ese mecanismo destruye cualquier intento de normalidad. Porque las democracias funcionan cuando los actores pueden verse sin quedar prisioneros de sus propias bases. Funciona cuando la negociación no es vista como una claudicación moral. Funcionan cuando los liderazgos pueden desactivar sus zonas más fanáticas para priorizar la gestión.

En Argentina eso es imposible porque la política se organizó emocionalmente. Ya no es un sistema de intereses. Es un sistema de identidades. Y las identidades no negocian. No ceden. No se mueven. Necesitan estabilidad simbólica para existir. Kicillof necesita diferenciarse del mileísmo para que el kirchnerismo no lo devore. Milei necesita diferenciarse del kirchnerismo para que su base no se desmovilice. Y el kirchnerismo necesita diferenciarse de ambos porque, en su narrativa, la pureza es la única fuente de legitimidad.

Así, lo que en Estados Unidos es una foto más, acá es un sacrilegio. Lo que allá es normal, acá sería un suicidio. Lo que allá se hace por rutina, acá sería leído como traición.

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Y esa imposibilidad tiene consecuencias concretas. Porque mientras la política estadounidense puede generar acuerdos funcionales aunque haya polarización, la política argentina queda atrapada en un loop de bloqueo permanente. Y el costo de ese bloqueo no lo pagan los dirigentes: lo paga la sociedad.

La Argentina necesita un sistema político capaz de producir acuerdos básicos. No grandes reformas. No revoluciones. Acuerdos mínimos. Coordinación. Gestión conjunta. Y sin embargo, nuestro sistema cultural castiga precisamente esa conducta. Y no lo hace porque seamos peores personas ni porque seamos más corruptos ni porque nos guste el conflicto. Lo hace porque los liderazgos actuales dependen emocionalmente de su enemistad para sostenerse.

En ese contexto, el pragmatismo de Trump y el pragmatismo silencioso de Kicillof chocan con el doctrinarismo emocional de Milei. Y esa combinación genera una estructura donde cualquier gesto de normalidad institucional es interpretado como una amenaza interna.

L4HLDS2PMVLILPU2OKOPGVKEFE (1)Donald Trump y Zohran Mamdani: del enfrentamiento a la cooperación en la Casa Blanca


Por eso la foto del alcalde de Nueva York con Trump no dice nada sobre los Estados Unidos. Dice algo sobre nosotros. Dice que acá estamos tan atrapados en nuestros relatos que somos incapaces de producir escenas que afuera son consideradas parte del ABC democrático. Dice que acá la política se volvió un campo de batalla simbólico donde la gestión quedó subordinada a la identidad.

Y dice, sobre todo, que la Argentina necesita —urgentemente— recuperar algún nivel de pragmatismo institucional. Porque sin ese pragmatismo, cualquier tentativa de reconstruir el Estado, de generar acuerdos básicos, de producir políticas públicas sostenibles, va a chocar contra la muralla emocional que sostiene a nuestros liderazgos. Una muralla que no se derriba con discursos ni con voluntad. Se derriba cuando la propia sociedad empieza a premiar la normalidad, no la épica. Cuando la negociación deja de ser vista como traición. Cuando el acuerdo deja de ser sinónimo de rendición. Cuando los gestos institucionales dejan de ser reportes de guerra cultural para convertirse en decisiones de Estado.

Hasta que ese cambio cultural ocurra, las fotos imposibles seguirán siendo imposibles. Y nosotros seguiremos leyendo en Estados Unidos escenas que deberían ser normales y que acá parecen ciencia ficción. Hasta que ese cambio no ocurra, Milei y Kicillof no podrán sentarse. Y no porque no deban. No porque no quieran. Sino porque, si lo hicieran, romperían el ecosistema emocional que sostiene su propio poder.

Y ahí está la diferencia central con Estados Unidos: allá, la política se sostiene en la capacidad de negociar incluso con quien se detesta. Acá, la política se sostiene en la capacidad de no negociar incluso con quien se necesita. 

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