
Un repaso de las excusas que atravesaron todos los gobiernos desde 1983 hasta la actualidad
La violencia simbólica precede a la violencia física, dijo Pierre Bourdieu. Lamentablemente, gran parte del siglo XXI en nuestro país ha sido la confirmación de lo que el sociólogo francés advirtió a fines del siglo XX.
Opinión29 de agosto de 2025Enrique Santos Discépolo escribió Cambalache en los años treinta del siglo pasado. En algún episodio de La Mano Visible con Diego Armesto y Alejandro Cabrera, el programa que se emite por el canal de YouTube de este medio, NewsBA, analizamos la letra completa de ese tango. Para este texto podemos recuperar una frase: “El que no llora no mama y el que no afana es un gil”. ¿Por qué?
Ese fragmento nos habla del espíritu de la argentinidad, de la pasión por la ilegalidad, de la cercanía con la marginalidad que nos atrae como un imán a la heladera. Nos lleva a pensar que podemos decir o hacer cualquier cosa sin sufrir consecuencias. En el arrabal milonguero se decía: “bancarse con el lomo lo que se dijo con el pico”. Hoy eso cambió.
A la fecha vimos un presidente puede pelearse con un chico que se define como “un niño de 12 años autista”. Un expresidente que le dijo a una mujer: “se nota que lo tuyo no es pensar”. Una expresidenta, incluso, advertió: “hay que tenerle miedo a Dios y un poquito a mí”. Ejemplos sobran, y los hay peores, pero no hacen falta para entender que todas estas son expresiones violentas.
En Argentina el poder no es horizontal ni vertical. Es agonal: se construye en la confrontación. El político que no se constituye en alfa termina mal. No se trata de debilidad, sino de una expectativa social: los argentinos esperamos que nuestros líderes encarnen la figura de un rival que domina la escena. Para eso, la construcción de un enemigo es indispensable. Tener a quién culpar cuando las cosas salen mal es el manual del populista, y en nuestro caso también una fibra íntima de nuestra manera de ser.
Sin embargo, esta alteración de personalidad que tenemos los argentinos —fanáticos de cortar semáforos, amantes de la bocina, púgiles del asfalto— no nos hace distintos del resto del mundo occidental y capitalista. Y ahí volvemos a Bourdieu: el constante bombardeo de violencia simbólica que recibimos por parte del poder, fruto de su propia constitución, durante tantos años y en formatos cada vez más directos (redes sociales, fake news, insultos públicos), reactiva viejas prácticas políticas que pensábamos superadas el 14 de junio de 1982, con el final de la Guerra de Malvinas. Ese día, por consenso y sangre, nuestra sociedad entendió que la violencia no podía ser el camino para la construcción social, económica y política de la Argentina.
Por eso, a partir de 1983, con el retorno democrático, nació una nueva Argentina (no en términos peronistas ni mileístas), que decidió que la democracia era la mejor forma de representación y organización política.
Es cierto que los partidos y dirigentes no siempre estuvieron a la altura. Hubo hechos que alteraron la convivencia democrática: el atentado a la AMIA, el crimen de José Luis Cabezas, la voladura en Río Tercero, la Tragedia de Once o las caídas de los gobiernos radicales. También la ruptura del “contrato democrático” durante la pandemia, cuando vimos los abusos de los gobiernos provinciales y, sobre todo, el desgobierno de Alberto Fernández, que mientras retaba con un dedo organizaba fiestas y negociados con el otro.
Por eso, a lo largo de este siglo, vimos cómo amigos, familias y hasta parejas quedaron atrapados dentro de la grieta. El sindicalismo —que tanto atrasa— nos mostró con sus internas a los tiros un espejo del futuro, con Mariano Ferreyra como ícono de la violencia política. Y en las últimas semanas, con el inicio de la campaña electoral en la provincia de Buenos Aires, estalló una concatenación de hechos violentos que son un llamado de atención para la sociedad.
No se puede dejar de mencionar el intento de asesinato contra Cristina Fernández de Kirchner en septiembre de 2022, cuando todavía gobernaba Alberto Fernández. Más recientemente, se registraron incidentes entre militantes en Junín, piedrazos y botellazos arrojados al presidente Milei en Lomas de Zamora, corridas en Corrientes con Martín Menem y peleas en la UBA por cuestiones políticas.
En paralelo, el delicado estado de salud del fotoperiodista Pablo Grillo —víctima del impacto de un cartucho disparado de manera direccionada por un efectivo de Gendarmería— suma un halo de tensión extra que nos deja en un estado de crispación constante.
¿Cuál es el límite? ¿Después de las elecciones la violencia frenará o se agudizará? No hay respuesta, pero tampoco hay lugar para teorías conspirativas ni para hablar cuando le toca a uno y callarse cuando le toca al otro. No hay espacio para la victimización política. Aunque se intente, solo genera más indignación y polarización.
La ecuación es simple: ni conspiraciones, ni premeditación, ni indignación selectiva. La violencia simbólica es siempre y en todo lugar un fenómeno que precede a la violencia física.
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