Los deseos imaginarios de los Globalistas | CAPITULO 1

La Revolución Francesa: ¿ingeniería social o clamor popular? Agustín Laje, visitante ilustre de Viktor Orbán e intelectual de "La Batalla Cultural" tiene un concepto bastante encaprichado de los sucesos históricos que según él llevaron al mundo al wokismo.

Opinión02 de junio de 2025Alejandro CabreraAlejandro Cabrera
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Agustín Laje, en los primeros capítulos de Globalismo, propone una visión llamativa de la Revolución Francesa: la presenta como el origen del “ingeniero social”, casi insinuando que 1789 fue un experimento planificado de reingeniería social por élites ilustradas. Según Laje, “el ingeniero social… fue parido a finales del siglo XVIII por… la Revolución francesa”, la cual habría engendrado doctrinas ideológicas como el socialismo, el marxismo o incluso el racismo, y cuyo legado sería protagonista de los excesos totalitarios del siglo XX. Esta interpretación reduccionista —que atribuye la revolución a una conjura de “ingenieros sociales” iluminados— contrasta fuertemente con el consenso historiográfico sobre las causas y la naturaleza de ese evento fundacional de la Modernidad.

Lejos de ser un experimento calculado desde las cátedras o las logias, la Revolución Francesa estalló desde abajo, impulsada por el descontento popular generalizado y factores estructurales. Fue la culminación de múltiples factores entrelazados —crisis económica y fiscal del Estado, malas cosechas y hambrunas, nuevas ideas ilustradas sobre la igualdad, y el desgaste del Antiguo Régimen— que convergieron para detonar un cambio radical. En otras palabras, este movimiento no surgió de la nada. La toma de la Bastilla o la marcha de las mujeres sobre Versalles no fueron eventos diseñados en un gabinete intelectual, sino eruptivas manifestaciones del hartazgo popular contra un sistema injusto.

La historiografía académica ha debatido mucho sobre las verdaderas causas de 1789, pero difícilmente respaldaría la idea de una revolución por “control social” planificado. Lejos de un experimento de ingeniería social, 1789 representó un clamor espontáneo y caótico por libertad, pan e igualdad. Incluso los líderes jacobinos más ideológicos no eran fríos tecnócratas prefigurando una distopía, sino políticos revolucionarios inmersos en la vorágine de la crisis. Es más, atribuir a la Revolución Francesa la invención de doctrinas del siglo XIX como el marxismo o el eugenismo es ahistórico: el término “ingeniería social” ni siquiera existía en el siglo XVIII. La propia noción aplicada retrospectivamente parece influenciada por la crítica conservadora decimonónica que veía con recelo la idea de rediseñar la sociedad.

En suma, Laje fuerza la interpretación histórica para encajar la Revolución Francesa en su tesis conspirativa sobre las raíces del “globalismo”. La realidad documentada es más prosaica: 1789 fue un estallido sociopolítico complejo, nacido del antiguo orden en crisis y de un pueblo desesperado, no el acto inaugural de una cadena de “ingeniería social” que conduce linealmente al siglo XXI. Al caricaturizar la Revolución como el laboratorio de todos los “ismos” posteriores, Laje ignora matices fundamentales que los historiadores han resaltado sobre ese proceso revolucionario.

Totalitarismos del siglo XX: el olvido del fascismo en la mirada de Laje

Otro flanco polémico en Globalismo es el tratamiento desequilibrado que Laje hace de los totalitarismos del siglo XX. En su relato, el concepto de totalitarismo aparece teñido por un sesgo ideológico evidente: dedica una atención marginal a los horrores del nazismo y el fascismo, mientras carga las tintas sobre el comunismo soviético. Esta perspectiva parcial calca la retórica de la Guerra Fría donde “totalitarismo” se usaba casi como sinónimo de régimen soviético. Laje parece abrazar esa tradición, presentando al totalitarismo principalmente como un fenómeno de izquierda, casi exculpando (por omisión) a los totalitarismos de extrema derecha.

Esta visión contrasta con la aproximación académica clásica al totalitarismo, inaugurada por pensadores como Hannah Arendt, que unió por primera vez nazismo y estalinismo bajo un mismo concepto, justamente el de régimen totalitario, caracterizado por la supresión absoluta de la política libre y el desprecio total por el individuo. En otras palabras, la idea misma de totalitarismo equipara en un mismo saco a Hitler y a Stalin, reconociendo que tanto la extrema derecha fascista como la extrema izquierda comunista incurrieron en fórmulas de dominación similares: partido único, terror de Estado, ideología oficial excluyente, culto al líder y aniquilación de disidentes.

La historiografía y la politología han refinado el concepto discutiendo matices, pero ninguno de esos debates niega el hecho central de que el siglo XX vio múltiples totalitarismos de distinto signo. Hubo diversidad dentro de la lógica totalitaria: el nazismo hitleriano, el fascismo italiano de Mussolini, el estalinismo soviético, el maoísmo chino y hasta variantes como el Khmer Rouge en Camboya o la dinastía norcoreana. Esta pluralidad histórica desmiente cualquier intento de presentar el totalitarismo como un monopolio ideológico de un solo lado del espectro.

Al leer a Laje, sin embargo, pareciera que todos los caminos del mal conducen únicamente a Moscú. Su escasa mención de los totalitarismos fascistas europeos resulta en un desequilibrio notable, máxime tratándose de un autor que pretende analizar “los autoritarismos del siglo XX” para compararlos con el supuesto globalismo actual. Laje equipara el “autoritarismo” globalista contemporáneo con nazismo, fascismo y estalinismo, pero en la práctica dedica sus mayores esfuerzos a fustigar el legado soviético y relativiza los crímenes del fascismo.

Esta selectividad sugiere un interés más propagandístico que académico: demonizar al comunismo mientras se resta importancia al nazismo, quizás por considerarlo un pariente incómodo de la derecha. Es revelador que Laje recurra a cifras ampliamente difundidas sobre los crímenes comunistas, pero apenas mencione el Holocausto o los campos de concentración nazis en igual detalle.

Una columna de opinión no basta para zanjar debates históricos complejos, pero baste recordar algunos hechos: el régimen nazi desató una guerra mundial que causó decenas de millones de muertos y llevó a cabo un genocidio industrial; el régimen fascista de Mussolini encarceló, torturó y asesinó opositores. Ambos compartían con el estalinismo rasgos totalitarios, si bien sus ideologías justificatorias eran opuestas.

Ignorar uno de los lados del espejo totalitario subraya el sesgo de Laje, quien parece instrumentalizar la historia para un fin político: equiparar todo mal moderno con la izquierda, mientras los pecados de la extrema derecha pasan a segundo plano. En última instancia, la libertad y la dignidad humana sufrieron por igual bajo las botas con esvástica que bajo la hoz y el martillo.

De Budapest con amor: Laje, Orbán y la deriva iliberal

El sesgo de Laje no es solo teórico; se manifiesta también en sus afinidades políticas actuales. Resulta ilustrativo analizar la estrecha vinculación de Agustín Laje con el primer ministro húngaro Viktor Orbán, líder europeo célebre por su deriva autoritaria en la última década. En 2022 Laje viajó a Hungría para participar en la cumbre CPAC organizada en Budapest, donde Orbán fue anfitrión y orador principal. Más recientemente, en 2025, Laje volvió como invitado del presidente Milei y tuvo incluso una reunión personal con Orbán y parte de su gabinete.

Laje no ha ocultado su entusiasmo: calificó el encuentro de “experiencia inolvidable”, enorgulleciéndose de discutir con Orbán sobre inmigración, “agenda woke” y la “decadencia de Occidente”. Esta cercanía no es anecdótica, sino sintomática: Laje admira y promueve el modelo político de Orbán, integrándose en una narrativa conservadora transnacional que exalta a Hungría como bastión de valores “tradicionales”.

El problema es que el modelo Orbán se caracteriza por todo lo contrario a los valores liberales. Desde su retorno al poder, Viktor Orbán ha desmontado pilares de la democracia húngara: ha reformado la Constitución para concentrar poder, manipulado el sistema electoral, subordinado el poder judicial, amordazado a la prensa y atacado a ONG y minorías. Organismos internacionales y observadores califican abiertamente el régimen de Orbán como antidemocrático y autoritario.

El propio Orbán se ufana de este rumbo: proclamó que está construyendo en Hungría una “democracia iliberal”, es decir, un Estado que rechaza abiertamente los principios del liberalismo occidental en favor de un régimen nacionalista. En los hechos, Hungría se ha convertido en el ejemplo por excelencia de regresión democrática en Europa. El método Orbán —una mezcla de manipulación legal, persecución a la prensa y asfixia de la sociedad civil— es estudiado como “manual” por aspirantes a autócratas en todo el mundo.

Que Laje se alinee con Orbán contradice frontalmente cualquier presunta defensa al liberalismo que él pudiera enarbolar. Mientras en sus libros Laje dice combatir un supuesto “autoritarismo globalista”, en la práctica se abraza a un autoritarismo real: el de un gobierno que coarta libertades en nombre de la “tradición” y la “soberanía”. En ese marco maniqueo, más importa que Orbán combata al progresismo que el hecho de que esté desmontando la democracia en su país.

En conclusión, la columna vertebral de Globalismo adolece de las mismas falencias que vemos en la praxis política de Agustín Laje: una reinterpretación sesgada de la historia y de la actualidad al servicio de una agenda ultraconservadora. Su lectura de la Revolución Francesa como experimento de “ingeniería social” ignora las causas sociales e ideas emancipadoras que nutrieron aquel proceso fundacional. Su análisis de los totalitarismos del siglo XX exhibe un doble rasero moral. Y su alianza con Orbán evidencia que el “amor por la libertad” que Laje proclama termina donde comienzan las conveniencias ideológicas.

Revisar la historia con anteojos partidistas empobrece el debate público y alimenta teorías conspirativas sin sustento. Y enaltecer modelos iliberales socava nuestra propia cultura democrática. La historia moderna nos enseña que la libertad se pierde tanto por las mentiras del fanatismo ideológico como por las botas de los dictadores. Hoy, Agustín Laje pretende erigirse en paladín de la libertad occidental; sin embargo, sus dos primeros capítulos de Globalismo y su cercanía con Orbán lo retratan más bien como un soldado de la reacción dispuesto a torcer hechos y aliados a conveniencia. La defensa de la democracia requiere honestidad intelectual y coherencia ética, virtudes que brillan por su ausencia en la cruzada globalista según Laje.

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