León XIV: del silencio de los claustros a la voz universal de Roma

Robert Francis Prevost fue elegido como el nuevo Papa el 8 de mayo de 2025, bajo el nombre de León XIV. El primer estadounidense en ocupar el trono de Pedro. Un hombre marcado por el rigor intelectual, la sencillez pastoral y la experiencia profunda en el sur global. Su historia, poco conocida por fuera de los círculos eclesiásticos, es la de un hombre que se formó en el corazón del imperio, pero decidió vivir entre los márgenes.

Mundo09 de mayo de 2025Alejandro CabreraAlejandro Cabrera
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Un origen tranquilo para una vida inesperada

Chicago, 1955. En los suburbios de una ciudad aún marcada por la migración europea, nacía Robert Francis Prevost. Hijo de un técnico ferroviario de ascendencia francesa y una madre de origen latinoamericano, creció entre valores tradicionales, misa dominical y un entorno donde la religión era parte del paisaje pero no imponía autoridad.

No hubo visiones místicas ni señales extraordinarias. Su vocación germinó en el silencio, entre libros de matemática, caminatas al atardecer y largas conversaciones con un sacerdote agustino que marcó su adolescencia. En lugar de seguir el camino profesional que su entorno esperaba —la ingeniería, la docencia, el trabajo técnico—, optó por ingresar al seminario. Un gesto más de recogimiento que de rebeldía.

Fue aceptado por los Agustinos de Villanova, una orden donde la búsqueda intelectual, la vida comunitaria y la contemplación se equilibran sin estridencias. Allí comenzó una carrera eclesiástica que, con el tiempo, lo convertiría en uno de los líderes más influyentes del catolicismo moderno.

El tiempo del estudio, el tiempo del mundo

Prevost no fue un seminarista convencional. Combinaba la precisión matemática con la intuición teológica. Le interesaban el pensamiento agustiniano, la política internacional, el derecho canónico y la historia del monacato. Su formación lo llevó primero a Roma y luego a Perú. Allí comenzaría el capítulo más importante de su vida.

Corría el año 1985 cuando fue destinado a Chiclayo, una diócesis del norte peruano donde los índices de pobreza y violencia convivían con una religiosidad popular fervorosa. No hablaba bien el español, no entendía los códigos del lugar, y no estaba preparado para las condiciones de vida precarias de los pueblos rurales. Pero se quedó.

Lo hizo porque encontró ahí algo que no había visto antes: una fe viva. Gente que rezaba mientras trabajaba la tierra. Mujeres que catequizaban a sus hijos sin haber ido nunca a una escuela. Comunidades que se reunían a la sombra de un árbol para celebrar la misa. Esa Iglesia popular, periférica, fue la que moldeó su pensamiento.

Durante más de tres décadas, Prevost desarrolló su ministerio entre los pobres. Enseñó teología, dirigió casas de formación, fundó pequeñas bibliotecas, armó talleres de oficios para jóvenes, y lo más importante: escuchó. Escuchó miles de historias de injusticia, pero también de resistencia, de vida, de esperanza. A él lo transformó el sur, no el norte.

El ascenso en la sombra

La trayectoria eclesial de Prevost fue discreta. No fue un hombre mediático. Nunca buscó protagonismo. Evitó las cámaras y rechazó cargos administrativos en más de una ocasión. Pero su perfil bajo contrastaba con su eficacia interna. Cuando fue elegido Prior General de los Agustinos en Roma, muchos no sabían quién era. Pero quienes lo conocían sabían de su enorme capacidad de gestión, su conocimiento de las comunidades y su humildad imperturbable.

Desde ese rol, recorrió más de 50 países. Hablaba cinco idiomas. Siempre viajaba ligero. Dormía en casas comunitarias, comía con los novicios, y en los capítulos generales prefería sentarse al fondo. Era un hombre que mandaba sin imponer. Que sabía pedir perdón. Que evitaba las polémicas inútiles pero que no toleraba el autoritarismo.

Cuando dejó el cargo de Prior General, volvió a Perú. La gente de Chiclayo lo recibió como a un hijo. Se instaló en un pequeño convento. Celebraba misa, atendía confesiones, y se tomaba el tiempo de visitar a las familias más humildes. Esa cercanía, ese retorno a las raíces, es lo que muchos señalan como el gesto más coherente de su vida.

La llamada de Roma

En 2014, desde el Vaticano lo convocaron para ocupar el cargo de administrador apostólico de Chiclayo. Aceptó con dudas. Su nombre empezaba a sonar entre los pasillos de la curia. No era lo que él buscaba, pero entendía que la obediencia también forma parte del camino. Un año más tarde fue consagrado obispo. Se convirtió en una figura clave para articular los vínculos entre América Latina y el Vaticano.

Su nombramiento como prefecto del Dicasterio para los Obispos lo colocó en el centro del poder eclesiástico. Se encargó de evaluar candidaturas, mediar en conflictos internos y promover perfiles pastorales antes que políticos. En un entorno donde los juegos de poder suelen imponerse, él proponía otra lógica: discernimiento, escucha, paciencia.

Fue ahí donde empezó a consolidarse su perfil papable. Sin estridencias, sin campaña, sin lobbies. Representaba un puente. No venía del sur teológico tradicional, ni tampoco del conservadurismo doctrinal. Era un hombre de oración, de comunidad, de mundo.

El cónclave y la elección de León XIV

Tras la muerte de Francisco, el escenario estaba abierto. Se especulaba con candidatos europeos, africanos, asiáticos. La Iglesia buscaba unidad, pero también renovación. Querían un pastor, pero también un estratega. Prevost no aparecía como favorito, pero muchos sabían que era el candidato de consenso silencioso.

Fue elegido en la cuarta votación. Al asumir, eligió el nombre de León XIV, evocando a León XIII, el Papa de la encíclica social. El gesto fue leído como un guiño al compromiso con los pobres, con la justicia, con los trabajadores. Pero también como una advertencia: su pontificado sería firme, racional, atento al mundo.

Su primer mensaje fue sereno, directo, pastoral. Habló en español e italiano. Agradeció la herencia de Francisco. Llamó a cuidar a los migrantes, a respetar la creación, a reconstruir los vínculos entre generaciones. No prometió milagros. No trazó grandes rupturas. Solo pidió orar por él, y caminar juntos.

El estilo de gobierno y la lógica agustiniana

Desde sus primeros días, León XIV mostró un estilo de gobierno cercano, austero y ordenado. Reforzó los mecanismos de consulta interna, simplificó estructuras administrativas y comenzó una revisión profunda del funcionamiento económico de la curia. No hubo purgas ni gestos de revancha. Solo reformas silenciosas.

A diferencia de Francisco, menos propenso a los gestos espontáneos, León XIV es más metódico. Cada palabra que pronuncia está pensada. Su raíz agustiniana lo lleva a un cristianismo reflexivo, que interpela desde el corazón, pero que también busca sentido y orden. No habla de grietas, habla de síntesis.

Promueve el trabajo en comunidad. Su relación con los obispos no es vertical. Se reúne con frecuencia con las conferencias episcopales, escucha informes, pide opiniones. En los consistorios, no impone. Invita al discernimiento.

En temas sensibles —como los abusos, la moral sexual o el papel de la mujer en la Iglesia— no ha hecho declaraciones explosivas, pero ha avanzado con hechos. Renovó estructuras de prevención, alentó comisiones mixtas para el estudio del diaconado femenino y promovió el diálogo con colectivos históricamente alejados del Vaticano.

Un Papa del hemisferio norte con sensibilidad del sur

León XIV representa una síntesis que hasta ahora parecía imposible: es un Papa formado en Estados Unidos, pero moldeado en América Latina. Tiene los códigos institucionales del norte, pero la sensibilidad afectiva del sur. Habla con precisión jurídica, pero también con ternura. Conoce los pasillos del poder, pero no renuncia a caminar entre los pobres.

Su historia personal condensa las grandes tensiones de la Iglesia: centro y periferia, tradición y reforma, doctrina y misericordia. No busca resolverlas con slogans, sino acompañarlas con profundidad espiritual.

En menos de un año, ya ha visitado tres países africanos, reforzado el vínculo con las Iglesias orientales y relanzado el diálogo con el islam. En cada homilía, insiste con una idea: la Iglesia no debe tener miedo. Miedo al cambio, miedo al otro, miedo a perder privilegios. “El que ama, no teme”, repite.

La figura silenciosa que se vuelve símbolo

León XIV no es carismático en el sentido tradicional. No cautiva por gestos espectaculares ni frases encendidas. Su impacto es otro: el de la coherencia. El de alguien que, sin buscarlo, se convirtió en signo de una nueva etapa. Un papado que quiere bajar el tono a la crispación y volver a la profundidad. Que no reniega del mundo, pero tampoco se arrodilla ante él. Que predica sin gritar.

Es posible que no cambie el rumbo doctrinal de la Iglesia, pero sí la manera de caminarlo. Más sinodal, más maduro, más exigente. Porque León XIV no es un Papa “simpático”. Es un Papa que exige pensar, rezar, actuar. Que incomoda a los cómodos. Que invita al silencio. Y eso, en una época de ruido constante, es revolucionario.

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