YPF: de la privatización al juicio multimillonario que sacude a la Argentina

Una historia de luces y sombras, marchas y contramarchas. Autores que se repiten en varias épocas. Esta es la historia de una empresa que fue estatal, privada, estatal y qué ahora lucha por seguir siendo de estado pero con un presidente que quiero que sea privada.

Economía05 de julio de 2025Alejandro CabreraAlejandro Cabrera
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YPF

Privatizada en los años 90, vendida luego a Repsol, YPF volvió a manos del Estado en 2012 en busca de soberanía energética. Tras décadas de giros bruscos –de símbolo nacional a empresa extranjera y otra vez empresa pública–, la principal petrolera argentina enfrenta hoy una batalla legal internacional por la forma en que se realizó aquella estatización. Son capítulos de una historia turbulenta que expone las tensiones entre las promesas del libre mercado, la defensa del interés nacional y los costos de decisiones polémicas.

La suerte de YPF parece condensar la montaña rusa de la economía y la política argentina de las últimas tres décadas. La mayor empresa petrolera del país, fundada hace un siglo como emblema estatal, pasó de ser orgullo nacional a convertirse en objeto de privatización durante el menemismo. Años más tarde, ante denuncias de vaciamiento y pérdida de autoabastecimiento, el Estado la reestatizó con amplio apoyo popular. Hoy, esa misma jugada de recuperación estatal derivó en un juicio multimillonario en tribunales extranjeros, financiado por el fondo Burford Capital, que pone en jaque las arcas y la soberanía económica del país.

La petrolera YPF ha atravesado privatizaciones, manejos controvertidos, renacionalización y ahora un litigio global que la tiene en el centro de la escena. Cada etapa de esta saga –desde la venta en los 90 hasta la demanda ante la justicia de Nueva York– refleja las idas y venidas de la Argentina en busca de un rumbo energético. A continuación, un repaso crítico pero no partidario por las fases clave de esta historia.

El Menemismo y la venta de un símbolo nacional

A comienzos de los años 90, la Argentina abrazó una ola de privatizaciones bajo el gobierno de Carlos Menem. YPF, fundada en 1922 como la primera petrolera estatal del mundo, no fue la excepción. Hasta entonces, Yacimientos Petrolíferos Fiscales había sido más que una empresa: era un brazo del Estado que garantizaba combustibles, empleo estable para miles de trabajadores y desarrollo en regiones enteras del país. Esa identidad de orgullo nacional comenzó a cambiar en 1992, cuando el Congreso aprobó por amplia mayoría la Ley N° 24.145, que transformó a YPF en sociedad anónima y autorizó la venta de la mayor parte de su capital accionario.

La privatización de YPF se presentó como parte de las reformas pro-mercado destinadas a modernizar la economía. El Estado nacional conservó inicialmente un 51% de las acciones, las provincias petroleras recibieron un 39% y el 10% restante se destinó a los empleados de la empresa. Pero la ley establecía que el Estado y las provincias debían vender al menos el 50% de las acciones en un plazo máximo de tres años. Dicho y hecho: hacia 1993 YPF debutó en la Bolsa de Nueva York, y progresivamente se fue desmantelando el control público. Para 1999, la empresa española Repsol adquirió la casi totalidad de YPF, completando el proceso privatizador. En menos de una década, Argentina pasó de ostentar una petrolera estatal integrada a convertirse en el único país sudamericano sin control sobre su petróleo.

La venta de YPF trajo un brusco cambio de paradigma. Bajo la gestión estatal, la compañía había priorizado el abastecimiento interno y actuado como motor de economías regionales, incluso a costa de maximizar ganancias. Con la privatización, primó la búsqueda de rentabilidad para accionistas. Hubo reducción de personal, cierre de operaciones menos rentables y una fuerte orientación al lucro. Si bien los defensores de la medida auguraban mayor eficiencia e inversiones, muchos argentinos vivieron la privatización como la pérdida de un emblema de soberanía. Organizaciones sindicales y sectores nacionalistas denunciaron que YPF se “malvendía” a capitales extranjeros, mientras las provincias petroleras negociaban sus acciones para aliviar urgencias fiscales inmediatas.

La era Repsol: inversión menguante, vaciamiento y déficit energético

Con Repsol al mando desde 1999, YPF entró en una nueva fase marcada por la búsqueda de utilidades rápidas. En los primeros años, la petrolera combinó la explotación intensiva de reservas existentes con una política financiera generosa en dividendos. A mediados de la década de 2000, Repsol incluso vendió parte de YPF al Grupo Petersen –de la familia Eskenazi, cercano al gobierno de Néstor Kirchner– cediéndole un 25% accionario. Aquella operación permitió la entrada de socios locales, pero se financió en gran medida con préstamos a pagar mediante las propias utilidades de YPF. Esto sentó las bases para un agresivo reparto de ganancias: tanto Repsol como Petersen cobraron dividendos cuantiosos, mientras la reinversión en exploración y producción quedó relegada.

En 2011, Argentina tuvo que importar combustibles por primera vez en 17 años, síntoma extremo de la crisis energética que se gestó bajo la gestión privada.

Los indicadores productivos de YPF se resintieron durante la era Repsol. Según datos oficiales expuestos después, desde 1999 los niveles de inversión, exploración y producción de hidrocarburos comenzaron a caer progresivamente. La extracción de petróleo de YPF, que representaba cerca del 42% del total país a fines de los 90, disminuyó a casi la mitad para 2011. La cuota de YPF en la producción nacional de gas natural también se desplomó, del orden del 35% a menos del 25% en ese período. Como consecuencia, el país pasó de exportar excedentes a enfrentar escasez: en 2011 registró un déficit comercial de energía, obligando a importar gasoil y gas por primera vez desde los años 90. Para muchos, era la prueba irrefutable de un “vaciamiento” de YPF en pos de rentas inmediatas.

No solo la producción cayó; la situación financiera de la empresa también dio señales de alerta. Entre 2007 y 2011, YPF duplicó su nivel de endeudamiento, al mismo tiempo que sus ventas crecían en valor pero no en volumen. En otras palabras, la compañía ganaba más dinero elevando los precios de los combustibles que invirtiendo en extraer más petróleo o gas. Ese modelo resultó lucrativo a corto plazo –las utilidades de Repsol-YPF crecieron año tras año– pero estaba hipotecando el futuro energético de Argentina. Hacia fines de 2011, el cuadro era crítico: reservas de hidrocarburos en declive, capacidad ociosa en refinerías por falta de crudo, importaciones crecientes drenando divisas y un humor social caldeado por subas en naftas y gas.

Expropiación en 2012: el Estado recupera YPF

En abril de 2012, la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner tomó una decisión histórica: envió al Congreso un proyecto de ley para expropiar el 51% de las acciones de YPF, esencialmente la porción controlada por Repsol. La medida se justificó bajo la llamada Ley de Soberanía Hidrocarburífera, declarando de “interés público” nacional el autoabastecimiento de petróleo y gas. El gobierno acusó abiertamente a Repsol de “comportamiento predatorio”: no haber realizado las inversiones necesarias, bajar deliberadamente la producción para forzar aumentos de precios y llevarse ganancias “a costa de la soberanía energética” del país. Fernández de Kirchner y su ministro Axel Kicillof denunciaron que Repsol había vaciado YPF, y que ese proceder había puesto a Argentina en peligro de desabastecimiento.

La expropiación de YPF desató una oleada de fervor nacionalista puertas adentro, pero encendió alarmas y represalias en el exterior. En el país, la recuperación de la petrolera tuvo amplio respaldo: el Congreso aprobó la ley con gran mayoría, e incluso sectores de la oposición celebraron la idea de “recuperar YPF para los argentinos”. Hubo escenas de euforia patriótica poco comunes, como legisladores entonando el himno nacional tras la votación. Desde la óptica doméstica, se vivió como un acto de afirmación soberana, revirtiendo uno de los íconos de la era neoliberal.

“YPF vuelve a ser de los argentinos”, proclamaron funcionarios y titulares de diarios, canalizando el sentimiento popular que celebraba el fin de una era y el comienzo de otra.

Puertas afuera, sin embargo, la reacción fue dura. El gobierno español de Mariano Rajoy calificó la expropiación como “una decisión arbitraria” y prometió defender los intereses de Repsol. La Unión Europea y Estados Unidos criticaron la medida por considerarla un atropello a la seguridad jurídica y advirtieron sobre el impacto negativo en la confianza inversora hacia Argentina. Incluso se barajaron sanciones: la UE suspendió temporariamente preferencias arancelarias y España amenazó con trabar importaciones argentinas. Argentina argumentó que actuaba dentro de su soberanía para proteger un recurso estratégico, pero no logró evitar quedar aislada financieramente en el corto plazo.

El principal punto de controversia internacional fue que la expropiación solo afectó a Repsol, dejando indemnes las participaciones de otros accionistas privados. Si bien legalmente la ley argentina permitía esta discriminación –expropiar una porción y no toda la empresa–, para Repsol y para España aquello violaba principios básicos de igualdad de trato. Mientras la disputa escalaba, el gobierno argentino dejó en claro que no pagaría el monto que Repsol exigía por sus acciones (se hablaba de hasta 10.000 millones de dólares según la petrolera española). Kicillof llegó a decir ante el Senado que no iban a recompensar a quienes habían vaciado la empresa. Inicialmente, Argentina pareció dispuesta a fijar una indemnización baja mediante su Tribunal de Tasaciones.

Pero la presión internacional y la necesidad de normalizar el sector petrolero llevaron finalmente a un arreglo. Tras intensas negociaciones –y mediaciones informales que involucraron a inversionistas como Pemex de México–, en 2014 Argentina y Repsol alcanzaron un acuerdo: el Estado pagó 5.000 millones de dólares en bonos como compensación por la expropiación, y a cambio Repsol desistió de acciones legales. Paradójicamente, el gobierno argentino terminó indemnizando a la petrolera española por una suma importante, pese a toda la retórica inicial, aunque bastante menor a las pretensiones originales de Repsol. Con ese capítulo cerrado, se removió un obstáculo para volver a atraer capitales extranjeros al sector energético. Sin embargo, en las sombras quedaba otra consecuencia latente de cómo se llevó a cabo la estatización, una que estallaría años después en tribunales neoyorquinos.

La forma en que Argentina reestatizó YPF en 2012 tendría un costo inesperado años después: una demanda multimillonaria por parte de accionistas minoritarios.

La gestión estatal: luces, sombras y deudas

Bajo control mayoritario del Estado, YPF inició una nueva etapa a partir de 2012. El gobierno de Cristina Kirchner colocó al ingeniero Miguel Galuccio –un ex YPF con experiencia internacional– al frente de la empresa, con la misión de revertir la caída en producción y explotar el potencial de Vaca Muerta, el gigantesco yacimiento de petróleo y gas no convencional descubierto por Repsol poco antes de la expropiación. Con YPF nuevamente “en casa”, se buscó combinar el interés público con la eficiencia empresarial, en un modelo de gestión mixta: la compañía siguió cotizando en bolsa y asociándose con privados, pero con el Estado nacional (51% del capital) marcando el rumbo estratégico.

En sus primeros años reestatizada, YPF logró algunos avances importantes. Aumentó considerablemente la inversión en exploración y producción, destinando utilidades que antes se repartían como dividendos a la perforación de nuevos pozos. Esto permitió frenar la caída y volver a crecer modestamente en la producción de hidrocarburos hacia 2014-2015. El hito más destacado fue el desarrollo inicial de Vaca Muerta en Neuquén: para ello YPF concretó una alianza con la estadounidense Chevron en 2013, necesaria para aportar tecnología y financiamiento en la explotación de shale. El acuerdo con Chevron fue controvertido –se lo firmó en condiciones muy favorables para la empresa extranjera, eximiéndola de ciertas regulaciones cambiarias y asegurándole posibilidad de exportar parte de la producción–, pero marcó un punto de inflexión. Gracias a esa sociedad pionera, Vaca Muerta empezó a producir petróleo y gas en cantidades comerciales, abriendo un horizonte de autosuficiencia energética para Argentina a mediano plazo.

No obstante, la gestión estatal de YPF también enfrentó fuertes desafíos y críticas. Para expandir sus operaciones, la empresa se endeudó en dólares como nunca antes. Colocó bonos internacionales, contrajo préstamos y comprometió su balance en proyectos de largo aliento. Si bien esto permitió financiar el crecimiento productivo, también la volvió vulnerable. En 2018-2019, la volatilidad cambiaria y la recesión argentina golpearon a YPF: sus ingresos en pesos se desplomaron medidos en dólares, justo cuando tenía elevados vencimientos de deuda externa. La situación se tornó delicada durante la pandemia de 2020, cuando el derrumbe del precio internacional del petróleo y la caída de la demanda interna llevaron a YPF a una crisis financiera. En 2021, la compañía debió reestructurar parte de su deuda para evitar el default, extendiendo plazos de pago a sus acreedores. Este episodio evidenció que, a pesar de ser controlada por el Estado, YPF no era inmune a las turbulencias macroeconómicas del país ni a las fluctuaciones del mercado global.

Otro aspecto criticado de la etapa estatal fue la continua interferencia política en la política de precios de los combustibles. Distintos gobiernos utilizaron a YPF como instrumento para intentar contener la inflación, forzando congelamientos o retrasos en las subas de las naftas. Si bien esto buscaba un alivio al bolsillo de la gente, significó menores ingresos para la petrolera y tensiones con los accionistas privados minoritarios. Aun así, YPF logró sobrevivir como columna vertebral del mercado energético local: abastece cerca de la mitad de las naftas y el gasoil del país, domina el suministro de gas natural junto con otras firmas estatales, y es pieza clave en proyectos estratégicos como la construcción de gasoductos para evacuar la producción de Vaca Muerta.

Con el cambio de gobierno en 2015, cuando asumió Mauricio Macri, muchos especularon con que YPF sería reprivatizada total o parcialmente dado el sesgo pro-mercado de la nueva administración. Eso no ocurrió. Si bien Macri reemplazó a la cúpula de YPF por perfiles más alineados con el sector privado y redujo la injerencia estatal directa en la empresa, la participación accionaria del Estado se mantuvo intacta. Esto revela cierto consenso transversal en la dirigencia argentina de que, tras la experiencia previa, YPF debía continuar bajo la órbita pública para garantizar inversiones de largo plazo en Vaca Muerta y estabilidad en el suministro energético. En la práctica, YPF operó en estos años recientes como una empresa mixta: con objetivos comerciales pero también con mandatos de política pública.

El juicio de Burford: la factura pendiente de la expropiación

La historia llegaría al terreno judicial internacional a raíz de un detalle crucial de la expropiación de 2012. Cuando el Estado argentino tomó control de YPF sin adquirir el 100% de la empresa, ignoró una cláusula clave del estatuto societario: aquella que obligaba a quien obtuviera más del 50% de las acciones a lanzar una oferta pública de adquisición por el resto de las acciones en manos de accionistas privados. En el calor político del momento, Argentina sostuvo que la expropiación era un acto soberano regido por la ley local de expropiaciones, no una compra voluntaria sujeta a reglas corporativas. Pero los accionistas minoritarios damnificados no lo vieron así. Dos grupos en particular se sintieron perjudicados: el Grupo Petersen (familia Eskenazi), que había comprado el 25% de YPF antes de 2012 con la expectativa de dividendos futuros, y el fondo de inversión Eton Park, que también poseía una porción menor de acciones.

Tras la expropiación, esos accionistas vieron cómo sus títulos de YPF perdían gran parte del valor y, en el caso de Petersen, quedaron imposibilitados de pagar los préstamos con que habían financiado la compra (porque el flujo de dividendos se cortó). Ante la negativa de Argentina de compensarlos, decidieron acudir a los tribunales internacionales en busca de resarcimiento. Como ni Petersen ni Eton Park tenían por sí solos capacidad financiera para litigar durante años contra un Estado soberano, apareció en escena Burford Capital, un fondo buitre dedicado a financiar demandas a cambio de parte de la ganancia. Burford compró a precio vil los derechos litigiosos de las empresas del Grupo Petersen (ya en quiebra) y se asoció con Eton Park, con la apuesta de que podría ganar en la justicia lo que Argentina no pagó voluntariamente.

El caso se presentó en 2015 en la corte del Distrito Sur de Nueva York, aprovechando que YPF, al cotizar en Wall Street, había aceptado cierta jurisdicción extranjera en sus estatutos. Argentina intentó sin éxito frenar la demanda argumentando que se trataba de un tema ya resuelto en su jurisdicción doméstica y que los actos soberanos no debían ser juzgados afuera. Sin embargo, tras años de idas y vueltas procesales, el litigio avanzó. En 2023 llegó el momento de la verdad: la jueza neoyorquina Loretta Preska falló que Argentina efectivamente violó los compromisos asumidos en el estatuto de YPF al no extender la oferta a los minoritarios durante la expropiación. Determinó que la República Argentina es responsable por daños y perjuicios hacia los accionistas Petersen y Eton Park.

La sentencia inicial calculó un monto asombroso: aproximadamente 16.000 millones de dólares, sumando capital e intereses acumulados en una década. Para dimensionar: esa cifra supera con creces lo que el propio Estado argentino valuó a YPF entero al expropiarlo, y triplica lo que se pagó a Repsol en su momento. El fallo fue recibido con estupor en Buenos Aires. El gobierno argentino rechazó la decisión judicial extranjera, calificándola de “ilegal y exorbitante”, e inmediatamente anunció que apelaría. No obstante, el panorama legal se fue complicando: todas las instancias previas habían sido desfavorables a Argentina, y Burford Capital presionaba para cobrar.

En septiembre de 2023, Preska confirmó los montos indemnizatorios, y en los meses siguientes los demandantes comenzaron a buscar activos que embargar para hacer efectivo el cobro. Dado que Argentina –un país con antecedentes de no pagar sentencias externas– no mostró intención de cumplir voluntariamente, los abogados de Burford pidieron medidas de ejecución. En una decisión sin precedentes, en junio de 2025 la jueza ordenó que Argentina entregue su 51% de las acciones de YPF a los demandantes como forma de pago parcial de la sentencia. Esa orden significaba que el Estado argentino arriesgaba perder el control de YPF, su empresa estratégica, si no lograba frenar o revertir la decisión. El gobierno actual, encabezado por el presidente Javier Milei, denunció la medida como un atropello a la soberanía y adelantó que agotará todas las instancias de apelación en Estados Unidos para defender “los intereses nacionales”. Incluso el Departamento de Justicia estadounidense apoyó a Argentina en la postura de que forzar la transferencia de acciones estatales sienta un precedente delicado. Por ahora, la ejecución está en suspenso mientras se tramitan las apelaciones, pero el riesgo para Argentina es concreto.

La batalla legal por YPF no solo implica miles de millones de dólares, sino que pone en juego el control de un recurso estratégico y la credibilidad del país ante los inversores.

Como corolario de esta saga, YPF sigue en el centro de los dilemas argentinos. Su recorrido delata cómo las políticas de corto plazo pueden hipotecar el futuro: la privatización total sin resguardos derivó en desinversión; la reestatización apresurada sin cumplir todas las reglas derivó en juicios descomunales. Mientras tanto, el desafío de fondo persiste: lograr una explotación eficiente y sustentable de los hidrocarburos que garantice el desarrollo nacional. YPF, con sus glorias y heridas, continúa siendo el espejo de esas contradicciones. En definitiva, la historia reciente de YPF es la historia de Argentina en busca de su soberanía energética, con aciertos y errores cuya factura –como demuestra el caso Burford– puede tardar años en llegar, pero termina llegando.

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